Inicio > Historias > LA BORRACHA Y EL HEAVY | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
LA BORRACHA Y EL HEAVYAunque los curas del colegio le habían puesto la cruz, lo cierto es que el Sangre era un cacho de pan, un alumno modélico. Ni bebía ni fumaba, se esforzaba por aprobar sin usar chuletas (puede que no siempre lo consiguiera, pero al menos lo intentaba), no se metía en la vida de nadie y, si alguien le pedía ayuda, siempre estaba dispuesto a echar una mano. Vamos, que si en vez de camisetas negras con cruces invertidas, botas moteras y chupa de cuero hubiese ido vestido con un polito y unos náuticos, habría sido el ojito derecho de los profesores. Por supuesto, al Sangre le importaba un comino lo que curas y demás profesores pensaran. A fin de cuentas, ya se había acostumbrado a recibir las miradas desconfiadas de sus vecinos, que mostraban auténtico pavor a la hora de subir junto a él en el ascensor, no sé si por miedo a que les atracara, sacrificara, violara… o todo a la vez. El Sangre era un santo, un santo ateo como Salvochea, pero santo a fin de cuentas. No se explica de otra manera que no le metiese dos tortas a las pijas de la clase, que andaban todo el día montando cachondeo a su costa. La peor de todas las pijas, la jefa si así se la quiere llamar, era Carmen Chico. Llevaba ese rollo de niña puritana que tanto gustaba a los golfos del colegio, en plan de muñequita de porcelana que ni me toques ni me mires, que me rompo y me desvirgo. Parecía tonta, y posiblemente lo fuera, pero tenía un talento único para fastidiar a aquellos que no eran como ella. Si no vestías como le gustaba, si no le reías las gracias, si no bebías los vientos por ella o por la amiga que te encomendara, ya te puedes imaginar, te ponía en su punto de mira. Y el Sangre, pobrecito mío, lo estaba y bien puesto. Que si tú vas a ser mariquita, con esos pelos largos. Que si ay que miedo de camisetas demoníacas, así no te vas a sacar novia. Que si todo vestido de negro parecía una abuelita de luto… y como estas mil.
Aunque el Sangre no bebía, solía acompañarnos a los botellones. Como le caía bien a casi todo el mundo, quitando las pijas de la clase y algún secuaz de éstas, se tiraba la noche de aquí para allá, saludando a la gente y rechazando invitaciones a cubata. Cuando ya había saludado a todo el mundo y charlado a gusto con todos, se colocaba sus cascos de música y se marchaba hacia casa. Para mí, el camino a casa siempre era una lata. Aquella avenida desierta y tristemente iluminada daba muy mal rollo, como si fuera el decorado de una película de terror. Yo, para hacer más liviano el trayecto, me solía volver en bus. El Sangre, por el contrario, lo hacía andando, disfrutando de aquella soledad y del silencio que conllevaba. Una noche, no obstante, se vio a una muchacha tirada sobre un banco, incapaz de caminar. Otra chica hacía esfuerzos por ponerla en pie, pero al ser bastante delgada y al llevar unos incómodos tacones que la desequilibraban, todo esfuerzo parecía inútil. Buen samaritano como era, el Sangre se acercó a ayudar. La muchacha explicó que su amiga había bebido dos o tres tequilas más de la cuenta. Al principio, el exceso etílico no le había hecho demasiado efecto, pero acorde avanzaba hacia su casa, comenzó a sentirse mal, muy mal, y había terminado tumbada en aquel banco, medio inconsciente. Nuestro amigo la intentó poner en pie y, ¡sorpresa!, descubrió que tras la capa de maquillaje y la peste a alcohol se ocultaba Carmen Chico. La amiga, que le apremiaba a incorporarla, debía de ser de otro colegio, pues no la conocía de nada. Sabiendo su identidad oculta, pasó por su mente la posibilidad de dejarla allí tirada, a modo de justa venganza. Sin embargo, la noche amenazaba lluvia, cualquier indeseable podría aprovecharse de ella, y en definitiva, un caballero no podía dejar a una dama en apuros. Y el Sangre era un caballero, melenudo y heavy, pero caballero a fin de cuentas. Agarró como pudo a aquella pija y la obligó a andar, la acompañó a echarse agua en la cara en una fuente cercana, le dio unas palmaditas para despertarla, no la soltó en ningún momento, salvo cuando empezó a vomitar copiosamente, claro está, mejor que se manchara ella la falda a que se le jodiera a él la camiseta. Pero salvo por eso, se portó de puta madre. La amiga le indicó dónde vivía Carmen, pero, ¡ay!, cual conejo de Alicia en el País de las Maravillas, la muchachita llevaba prisa, y le dejó con el marrón de subir a la chica a casa. Y la chica, maldita la gracia, no tenía llaves de la susodicha. Así que no quedó más remedio que llamar al telefonillo, y luego subir a la chica hasta la sexta planta en ascensor, intentando que no vomitara más. Lo peor, por supuesto, fue llamar a la puerta y ver a aquel padre con batín, bigote hitleriano y cara de pocos amigos. “¿Es suya?” aventuró a preguntar el Sangre. Aquel hombre miró a esa muchachita de maquillaje corrido, cabeza mojada, ropas manchadas de sudor y vómito, y sólo supo responder: “Eso me temo.” Como en otros tiempos más bárbaros, la muchacha cambió de manos sin protesta alguna. Ya iba el padre a cerrar la puerta, no sé si dispuesto a preparar café o una ducha bien fría, cuando preguntó con cierto temor: “¿Y tú quién eres?” Y allí el Sangre no supo que decir. ¿Un chico que se la ha encontrado por la calle? ¿Un compañero de clase? ¿El tío que aguanta sus burlas estúpidas y sin gracia? Sopesó la posible respuesta sólo unos instantes. Si decía quien era, su nombre completo, incluso sus apellidos, Carmen Chico sabría que el chaval de quien se burlaba la había llevado sana y salva a casa, y eso sería humillante. Pero aquel señor le miraba mal, con miedo a la respuesta que pudiera dar, y el Sangre pensó una venganza mucho mejor: “Soy su novio.” Inmediatamente, sin mediar palabra, el padre cerró la puerta en la misma cara de mi amigo.
Unos días después, en el colegio, todos nos enteramos de un curioso rumor. A Carmen Chico la habían castigado por salir con un delincuente juvenil, que la había emborrachado para aprovecharse de ella. Para salvar su honor (lo que quedara) su padre la había castigado sin salir lo que quedaba de curso. Ella juraba que no tenía ningún novio con pinta de macarra. Sólo el Sangre sabía que decía la verdad. 2008-03-31 00:01 | 14 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/56569
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