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EL VIEJO CARRETE
Enrique sólo me ha hecho dos fotos en toda mi vida, y en una salgo igualito al Lute, por lo que no tengo mucho más aprecio hacia sus viejas cámaras de carrete que hacia los discos de vinilo, por más que los defensores de unas y otros insistan en su calidad y fiabilidad. No obstante, fuera del estudio, Enrique y yo hemos coincidido en multitud de actos culturales, sobre todo en el museo, y a fuerza de vernos y compartir cacahuetes (que es lo único que, con mucha suerte, ponen ya en las exposiciones) hemos acabado hablando. Llegados a este punto hay que aclarar que, en el barrio, se tiene a Enrique por un solterón empedernido. Los hombres casados y amargados de sus esposas, y muy posiblemente sus esposas de ellos, lo tienen endiosado hasta extremos increíbles, y el último viaje de nuestro fotógrafo se convierte en la comidilla y el sueño de estos hombres de vida amarga, que imaginan el paraíso que habría sido no casarse, no tener hijos; obviamente, las señoras de estos soñadores también imaginan lo maravilloso que habría sido que sus maridos, miembros predilectos del bar de la esquina, hubiesen decidido tener una vida independiente y, ya puestos, se hubiesen marchado muy lejos. Y justamente por tener esa imagen de soltero de oro, me sorprendió escuchar a Enrique quejarse de que temía que nunca se iba a casar. “Yo no pido mucho, muchacho, no la quiero con estudios ni con dinero, simplemente que sea cariñosa y que me quiera. Fíjate que no quiero ni que me ayude en la tienda, no como esa gente que se casa para tener una criada o una dependienta barata, que parece que compran una mula y que no tienen el más mínimo reparo en emplearla como tal. Yo no, muchacho, yo lo que quiero es una buena mujer, a la que querer.” Aquello me sorprendió enormemente, pues a fin de cuentas Enrique es un tipo que participa en muchas actividades, que viaja, que trabaja de cara al público... vamos, una persona que tiene que conocer gente a la fuerza. Pero él me explicó cuál era el problema: “Lo que pasa, muchacho, es que las mujeres que a mí me gustan no me aprecian, no me ven como lo que soy.” Algo dentro de mí se conmovió. A fin de cuentas, Enrique lo que quería era una buena mujer, alguien que le quisiera y a quién él quisiera, no es que fuera un putero ni un mujeriego, y curiosamente, con todas las mujeres de su edad que actualmente hay solteras o divorciadas, me extrañó que no conociera ninguna. “Uy, si conocer, lo que se dice conocer, conozco a un montón de cuarentonas y cincuentonas, ¡pero quita, muchacho! Yo no quiero viejas, yo lo que quiero es una mujer buena, como te he dicho, buena y de tetas grandotas, con buen culo, de veinte o así, que no se me ponga vieja ni gorda del tirón. Que se me van los ojos, muchacho, se me van los ojos cuando les saco fotos a esas carnes trémulas, pero las jodías ni me miran, sólo tienen ojos para los cachitas engominados con los que salen. Pero mejor soltero que salir con una vieja, ¿no te parece?” No me extrañó que amase tanto las viejas cámaras, pues, en el fondo, Enrique estaba pasando un carrete muy viejo. 2011-02-10 10:49 | 5 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/68921
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© 2002 Jose Joaquin
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