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CONOCIENDO A ALBAPasaron muchas cosas durante mi tercer año de carrera. Al poco de comenzar el curso, mi novia decidió que no quería malgastar más tiempo a mi lado. Pasada la Navidad, Nando intentó salir del armario, pero alguien le debió echar el pestillo, porque al final pasó otro largo invierno allí encerrado. Yo empecé a llenar mi tiempo libre leyendo a José Ramón Díez y a Francisco Espinosa, sin sospechar que varios años después acabaría compartiendo copas y risas con ellos. El Cubano conoció a la chica ideal y empezó a salir con ella, por desgracia ella también conoció a su chico ideal, por lo que abandonó a mi amigo poco después de convertirle en un miura. Pero lo más importante de todo fue que, poco después de la Semana Santa, conocí a Alba.
Alba era una muchachita delgada, modelo de provincias de belleza fría y distante, lo que le daba cierto aire de femme fatale. Los hombres solían hacer cosas estúpidas cuando ella andaba cerca; la más habitual, enamorarse. Eso, al poco tiempo, provocaba que hicieran más cosas estúpidas: los amigos de toda la vida se peleaban, las parejas de que se habían jurado amor eterno rompían, e incluso me contaron que en más de una ocasión dos pretendientes habían acabado a leches. Ella observaba aquellos acontecimientos con distracción, sin tomárselos demasiado en serio, como quien mira de reojo una teleserie que no termina de engancharle. Sus compañeros de cama, consortes de una noche la mayor de las veces, la definían como una chica mala, de esas que luego inspiran tristes canciones cargadas de odio y amarga nostalgia. Fue uno de esos amantes despechados quien me la presentó. Como en aquel entonces yo tenía la cabeza llena de palabras y el trastero repleto de recuerdos de mi ex, no despertó en mí excesivo interés, aunque no pude negar que era guapísima. Puesto que me la presentaron en mitad de un botellón – que no son famosos por sus conversaciones trascendentes – y que mi amigo no paraba de hablar en su intento de rebajarse más a cada momento que pasaba, apenas intercambié un par de frases y, pasadas un par de horas, me olvidé completamente de ella.
Un par de meses después, en una de mis visitas a la biblioteca pública, me topé con ella. Buscaba “El mundo de Sofía”, pero como había olvidado las gafas en casa no encontraba ni siquiera la estantería dedicada a temas filosóficos. Luego descubriría que Alba era cegata como un topo, pero aún así no le gustaba usar las gafas, tal vez por no desmerecer su rol de chica mala. Tras ayudarla, estuvimos hablando un rato, hasta que la bibliotecaria nos mandó callar. Nos fuimos abajo a seguir hablando, y como hacía frío, nos acabamos mudando a una cafetería. Cuando nos dimos cuenta, llevábamos tres horas charlando sin parar. ¿De qué hablábamos? Pues de lo humano y lo divino, de sus estudios (había abandonado el bachillerato, y ahora estaba preparando el acceso a la universidad para mayores de 25), de cine, de libros, ella me habló de un ex novio que tuvo y yo también comenté mi relación fracasada. Pero principalmente, lo que más hicimos fue reírnos. Reírnos de nuestros fracasos pasados, de nuestra vida presente, de todo en general. No era para nada la niña tonta o creída que me había imaginado, ni la diablesa con la que sus amantes creían haber topado. Tenía muchísimas facetas, algunas contradictorias y sorprendentes, como si de un Clark Kent se tratara (de hecho, cuando empezó a llevar gafas para quedar conmigo, creo que le hice la broma de Clark Kent, y me sorprendió mucho ver que la pillaba). Total, que una cosa llevó a la otra, y acabamos quedando todas las semanas, unas veces para merendar y otras para estudiar, siempre riéndonos y tomándonos las cosas que nos pasaban con humor, ella narrándome las desventuras de sus pretendientes y yo las de las locas posesivas que me iba topando.
Un día quedamos para estudiar en su casa, aprovechando que sus padres se habían ido a una fiesta y su hermana se quedaba en casa del novio. Como ambos teníamos un examen de arte, aprovechamos un coleccionable de pintores del mundo que su padre había comprado diez años atrás, y ni siquiera había abierto. La idea era que estudiáramos un poco, cenáramos y luego yo me fuera a casita. Pero empezó a llover, y a llover, y a seguir lloviendo. Y encima la chica vivía en frente de la bahía, y el soterramiento (que estaba a medio hacerse) se convertía en un cenagal a poco que cayeran tres gotitas. Total, que me invitó a quedarme a dormir en su casa. Problema: ¿Qué me pongo para dormir? Solución: Como ella era tan alta como yo, me pondría su pijama de Winnie The Poo.
Y ahí debería de haber acabado todo. Pero no, no acabó, porque a mitad de la noche me dio por ir al baño. Y cuando cogía por el largo pasilla que llevaba al retrete, se abrió la puerta y se encendió la luz. Los padres de Alba habían vuelto de la fiesta a la que habían ido, y además venían con dos parejas más de amigos. Y allí se quedaron los seis, mirando a ese tío peludo, con el bello del pecho escapándoseme por todas partes y enfundado en un pijama de niña color rosita, con esa carita de Winnie abultada a la altura de la entrepierna, que parecía que el pobre tenía paperas. Se hizo un silencio largo, incómodo, hasta que el padre de mi amiga me dijo: “No sé quién eres, ni sé qué haces en mi casa así vestido. Pero por lo que más quieras… ¡no nos lo cuentes!”
Y así conocí a los padres de Alba. 2008-03-23 14:36 | 22 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/56416
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