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LA HUIDA
Los profesores siempre nos advertían de que no debíamos ni tan siquiera pensar en saltarnos las clases, menos aún salir de los muros del colegio. En sus monólogos ocasionales, nos describían el mundo exterior (es decir, la ciudad a las 10 o a las 12 de la mañana) como un lugar horriblemente aburrido en el que no había nada que hacer. No les faltaba razón, pues a fin de cuentas solo podías ir a los recreativos (y si no tenías dinero no tenía mucho sentido) o buscar algún rincón en el que sentarte a fumar, a ser posible con los amigos; como yo no fumaba, si lograba huir solía comprarme una chocolatina, lo que también era una delicia, puesto que en la cafetería del colegio solo vendían bocadillos rancios. Pero lo mejor de saltarse las clases y salir a la calle no era el hecho de huir, sino el placer de hacer algo prohibido y, con algo de suerte, no ser descubierto. Ni que decir tiene que nuestro colegio, a pesar de tener numerosas puertas de acceso, parecía un castillo asediado, por lo que la única forma de que te abrieran la puerta principal era con una tarjeta firmada por tus padres en la que se especificara muy claramente que tenías que ir al médico, al entierro de un familiar cercano o algo igual de urgente. Solíamos bromear diciendo que la otra forma de salir era en una camilla rumbo al hospital, aunque no pensábamos arriesgarnos a ponerlo en práctica, no fuera que el jefe de estudios de nuestro curso, el Bóxer, nos pusiera un gotero y nos obligara a permanecer en nuestro sitio hasta que acabase la jornada. Escaquearse de clases no era demasiado difícil si sabías con quién hacerlo. Las mejores clases eran Religión, Literatura, Filosofía, Inglés y Matemáticas, pues los profesores no solían preocuparse por quién estaba en clase; las peores eran aquellas clases en las que el profesor era especialmente pesado, te tenía manía o era tu tutor. Tampoco era buena idea irte de clase si tenías que exponer un trabajo, tenías un examen o desaparecíais más de dos personas al mismo tiempo. Si tu profesor no daba la voz de alarma, nadie te pillaba, y podías pasar por la biblioteca o quedarte en el patio con los amigos, simulando que estabas en una hora libre. A pesar de que saltarse una clase aburrida siempre era una delicia, lo que realmente te daba gusto era huir de aquellos muros. Si tenías habilidad falsificando la firma de tus padres, podías entregar una tarjeta al portero y te dejaba salir sin mayores problemas, pero todos creíamos que si lo hacíamos nos acabarían descubriendo (sin duda, los porteros son contratados por su experiencia como grafólogos) y encima llamarían a nuestros padres. No nos quedaba más remedio que buscar salidas alternativas, aunque desgraciadamente no podíamos salir más de dos personas por el mismo sitio, o sería demasiado vistoso. Una de las salidas más sencillas era la de preescolar. Aunque el sitio estaba prácticamente vigilado por todos lados, había unos jardincillo por el que podías acceder al patio de los más pequeños, que salían más temprano que el resto de los estudiantes, y allí podías camuflarte entre los hermanos mayores, padres, madres y abuelos, alcanzando la libertad sin mayores problemas. Si te decían algo, que alguna vez me pasó, decías que tu madre te obligaba a comprobar si tu hermanito se subía al bus escolar; a nadie se le ocurrió pensar que mi hermano era el más idiota del colegio, pues se llevó cuatro años en preescolar. Otra posibilidad era esperar al caminó de reparto, que entraba por un acceso trasero para dejar la comida en el comedor. Al conductor del camión le importaba más bien poco que mientras él accedía se quitasen de enmedio algunos chicos, siempre y cuando aquello ni pareciera una fuga en masa. Obviamente los profesores no eran tontos e intentaban vigilar dicho acceso, pero como esa salida estaba lejos y el reparto no siempre llegaba puntual, era poco probable que te toparas con uno. El gimnasio también ofrecía múltiples oportunidades, ya que tenía varias salidas de emergencia. Por desgracia, las dos primeras veces que me explicaron cómo salir de allí no me enteré demasiado bien, y acabé deambulando por el interior del lugar durante una media hora o tal vez incluso más, con miedo de abrir una puerta y encontrarme al profesor de Educación Física delante mía. Finalmente descubrí el acceso, aunque creo que ya no es tan útil como antes, pues me han dicho que ahora suena una alarma cuando se abre la puerta. Y por último mi salida preferida: la iglesia del colegio. ¿Quién te iba a impedir que accedieras por la puerta lateral a la iglesia a rezar un poco antes de un examen? Salvo que uno no rezaba, sino que se ponía de rodillas esperando a que el cura o quien estuviera allí perdiera interés en ti, y entonces te desplazabas con disimulo por una de las naves laterales hasta encontrar la puerta principal, por donde huías. Sé que iré al infierno por todas las veces que usé la religión como excusa para conseguir un beneficio personal, ayyy, pero me queda el consuelo de que allí estaré rodeado de miembros de la iglesia, políticos y militares. Lo cierto es que con tanto lío, al final te escapabas para media hora o quince minutos. Pero como ya decía, allí fuera no había realmente nada que hacer. Era, simple y llanamente, el placer de saber que hacías algo que estaba prohibido.
2012-08-02 10:49 | 6 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/72187
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