Inicio > Historias > EL BOCADILLO | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
EL BOCADILLOAlfonsito Chico medía, paradojas de la vida, casi un metro ochenta a sus 11 años. Era ancho de espaldas, tenía unas manazas gigantescas, y la madre temía que se resfriara, no fuera a dar otro estirón y hubiese que renovarle el armario de arriba a abajo por segunda vez en lo que iba de curso. Aquel lunes, Alfonsito se llevó un bocadillo de chorizo para el recreo. Desgraciadamente, aquel día venía no sé que autor, cuyos libros no sólo no habíamos leído, sino que ni siquiera conocíamos, por lo que nos llevaron a todos al salón de actos, a escuchar una larguísima conferencia que afectó nuestra vida de una forma muy inmediata y sencilla: nos perdimos el recreo y nadie pudo desayunar. Alfonsito dejó el bocadillo en clase, dispuesto a comérselo al día siguiente, pero no contaba con que tenía dentista a primera hora: la boca anestesiada y el palpitar de una muela suelen ser excelentes razones para no comerse un bocadillo. Habría de esperar otro día. Al tercer día, Alfonsito se olvidó que tenía un bocadillo, por lo que se trajo uno nuevo. Entre el pan duro y las tiernas rebanadas que su madre había preparado aquella mañana, obviamente ganaron las segundas. El bocadillo de chorizo, una vez más, se quedó en la clase. Al cuarto día, el bocadillo se convirtió en el tema central de la clase. Cada vez que un profesor decía que olía como a chorizo, todos nos reíamos, porque sabíamos que, allá en primera fila, estaba el bocata de Alfonsito. A la hora del recreo, Alfonsito sacó el bocadillo, dispuesto a tirarlo a la basura. Sin embargo, en seguida saltaron los que querían comerse un cacho, que ya hay que tener estómago, pero en el fondo hay que recordar que éramos gaditanos en ciernes y, si algo le gusta a un gaditano, es una cosa gratis. Pero el pobre Alfonsito no sabía qué hacer con el bocadillo, la leche, ¡si se lo estaba pidiendo media clase! “¡Yo te dejé una goma!” “¿Recuerdas que hicimos juntos los ejercicios?” “¡Eres mi mejor amigo!” Y Alfonsito, el pobre, que no sabía qué hacer con tanto buitre y tan poco bocadillo. Y al final hizo lo más lógico, lo que yo también habría hecho: lanzarlo al aire y que los dioses del azar decidieran. Dos docenas de manos se alzaron al cielo para agarrar el rancio y duro manjar. Y yo que me cago en los dioses del azar, porque mira que no había manos, y el puñetero bocadillo va y me golpea en plena frente. ¡Qué dolor! Estaba duro, pero duro duro. Me notaba la frente como ardiendo, un chichón que empezaba a emerger. Como es habitual en estos casos, todo el mundo hizo un corro y, aquellos que estaban más al fondo, empezaron a especular: “¡Sangre, sangre!” “¡Le ha dejado tuerto!” “¡Pero si está fingiendo!” Y Alfonsito se vino corriendo a ver cómo me encontraba, porque podía ser como un toro el muchacho, pero tenía muy buen corazón. Y justo en eso, ¡zas!, el director, que nos miró con auténtico pavor, nos agarró del brazo y nos arrastró (porque Alfonsito se dejó, ojo) hasta su despacho. Tres veces estuve en toda mi vida en el despacho del director, y las tres veces me sentí incomodísimo: era un espacio grande y oscuro, cargado de libros que olían a viejo, con unas sillas duras como la piedra, una mesa cargada de papeles y una máquina de escribir que apestaba a tinta y aceite. Sentados, silenciosos, el director nos observó un buen rato. Tenía aquel hombre tal manera de mirar, y era el despacho tan lúgubre, que uno sentía que había hecho algo terrible. Finalmente habló: “Alfonso, porque tú te llamas Alfonso, ¿verdad?,” mi compañero asintió. “Yo sé que todos se ríen de ti, porque eres grande y aún no tienes barba, ¿verdad?,” y el pobre Alfonsito se quedó a cuadros, porque nadie se reía de él por su tamaño, y hasta ahora no habíamos reparado en que no tenía la sombra de una barba o un bigote, que en mi caso era pura pelusilla. “No, no me interrumpas. Déjame terminar. Yo sé cómo te sientes, pero no puedes liarte a pedradas con tus compañeros.” Alfonsito quiso decir algo, pero el director le ignoró y se giró hacia mi. Yo siempre fui mi discreto, por lo que nunca se sabían mi nombre. “Y tú... que sea la última vez que te metes con él. Porque aunque ahora Alfonso no tenga bigote, dentro de unos años lo tendrá. Que no te escuche llamarle afeminado ni maricón, ¿entendido?” Yo no entendía absolutamente nada. ¿Quién se había metido con quién? ¡Pero si todo había sido culpa de un bocadillo de chorizo, ciertamente muy duro, pero nada más! “No, no me cuentes excusas. Me da igual lo que hagan tus compañeros. Dale la mano a Alfonso y dile que nunca más le llamarás afeminado. Y tú, Alfonso, dale la mano y prométele que no volverás a tirarle piedras.” Y perplejos, nos dimos las manos e hicimos las promesas que, eso sí, hemos cumplido hasta hoy día.
2011-06-08 09:59 | 10 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/69855
Comentarios
|
Consigue mis librosLa explosión Marvel: Historia de Marvel en los 70 Los animales en la Historia y la Cultura Los cómics de la Segunda Guerra Mundial Archivos
DocumentosTu IP es: Enlaces indispensablesCRISEI DIARIO DE UNA NIÑERA EN BIRMINGHAM (Alejandra Flores) |
© 2002 Jose Joaquin
|