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EL SECRETO DE LA BIBLIOTECA“¿Quieres ver algo bueno?”, me preguntó Richi. Debo explicar que yo tenía por aquel entonces siete años, y que Richi y yo aún no éramos amigos, pero al estar en el mismo colegio nos habíamos topado en multitud de ocasiones, y aún nos volveríamos a topar muchas más antes de que empezásemos a quedar por propia voluntad y no por designios del azar. También sería conveniente indicar que el lugar era la biblioteca del colegio, no la que todo el mundo conocía, sino una exclusiva para niños pequeños a la que nos llevaban una vez cada dos semanas para escoger un libro, que teníamos que devolver cuando volviésemos, independientemente de que lo hubiésemos leído o no. Como hace casi veinte años que no paso por allí, me perdonarán si no les doy la descripción real, sino la que el Jose niño recuerda, la de los elevados cristales que dejaban pasar una luz cegadora, la de la inmensa sala, infinita parecía, llena de gigantescos anaqueles a los que sólo un escalador sería capaz de llegar, repletos de libros de colores que parecían llamarte. La encargada de la biblioteca se llamaba (la llamábamos) Lelé, y era la esposa del director. Las reglas eran muy sencillas: prohibido hablar, prohibido visitar la biblioteca si no nos llevaba un profesor, prohibido coger más de un libro, prohibido tardar más de cinco minutos en soltar el libro anterior y coger el nuevo. Bien pensando, es posible que también estuviera prohibido leer, porque nunca había nadie por allí. Tampoco había indicaciones de qué contenían las estanterías, y lo cierto es que a día de hoy sigo sin tener claro cómo se organizaba aquella enorme colección de libros: ¿había secciones por edades, por temas, por autores? Curiosamente, aquello no nos importaba demasiado, porque nuestra búsqueda caótica y apresurada era parte de la diversión de ir a la biblioteca, y uno siempre se topaba con libros inesperados y maravillosos que luego intentaba volver a localizar, usualmente sin la menor suerte. Y allí estaba Richi, haciéndome gestos para que lo siguiera por aquella biblioteca a la que sólo podíamos acudir una vez cada dos semanas, acompañados de un profesor. “¿Quieres o no quieres ver algo bueno?”, me repitió, muy bajita la voz, no fuese a ser que Lelé se enterase y nos echara la bronca. ¿Qué me hizo seguirlo? Yo tenía la mirada clavada en un libro grande, de lomo colorido, que estaba prácticamente a mi alcance. Pero había algo en la forma de hablar de Richi, como quien te ofrece una oportunidad que nunca más volverá a repetirse, que me convenció a seguirle. Corrimos por la sala como si fuéramos personajes de una película de Indiana Jones, pero no perseguidos por rocas gigantes ni indígenas enojados, sino por el tiempo, que avanzaba imparable en el reloj del profesor y la bibliotecaria. Corrimos como si la vida nos fuera en ello, y al llegar a una esquina encontré el tesoro que Richi me ofrecía: una colección de libros rojos, con hermosas ilustraciones a color en la cubierta. “¡Se acabó el tiempo!”, gritó Lelé mirando su reloj de pulsera, y se dirigió a la mesa donde registraba manualmente cada libro que nos llevábamos. Agarré el primer libro que encontré, que tenía a un Robin Hood en la portada, y Richi eligió otro. Mientras hacíamos cola, mi futuro amigo me dijo: “¡No te lo vayas a leer como un libro normal! Tienes que mirar lo que pone al final de cada página, y vas saltando a donde te diga.” Aquello era un libro de Elige tu propia aventura, como descubrí tiempo después, y aquella tarde no hice tarea ni nada, lo pasé leyéndolo. Tan en serio me tomé el consejo de Richi, que al principio sólo leía los pies de página y, a lo sumo, miraba las ilustraciones: “Si vas al norte, acude a la página 15. Si continúas por el río hacia el sur, pasa a la página 29.” Por supuesto, aquello no tenía el menor sentido, pero resultaba tan novedoso que me lo pasé estupendamente tomando elecciones sin saber muy bien para qué valían. Luego me di cuenta que no tenía que seguir las instrucciones de mi futuro amigo al pie de la letra, y que debía leer toda la página antes de tomar una decisión. Con lecturas tan increíbles como aquella, y por supuesto con lugares tan mágicos e imposibles como aquella biblioteca, era lógico que acabase devorando libros. Y es que, bien pensado, es muy posible que aquel libro no fuera nada del otro mundo (dudo mucho que poseyera la mínima capacidad literaria) y que, vista hoy, aquella biblioteca no fueran más que unas pocas mesas, y muchos libros mal apilados en poco espacio. Pero para el niño que yo era, aquello parecía un mundo mágico y misterioso. Los ojos de un niño son capaces de ver maravillas impensables para los adultos.
2011-05-30 08:02 | 6 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/69780
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