CAZADORES DE FANTASÍA
Mi gusto por la fantasía ya la ciencia ficción comenzó relativamente pronto. Tal vez la culpa de ello la tengan los cómics, con los que prácticamente aprendí a leer, por estar cargados de aventuras trepidantes en las que la magia, la tecnología futurista y los viajes a otros mundos y otras épocas eran lo habitual. Sea por esa razón o por otra, la cosa es que a los 10 años conocí la Dragonlance, a los 11 comencé a leer a Lovecraft y a los 12 a Moorcock. Poco después me topé con la obra de Tolkien (que por aquel entonces no me gustaba demasiado) y, ya con 16 años, con Rafa Marín, que me condujo a otros muchos libros y autores. Sin embargo, en aquellos años de adolescencia, mi afición era bastante solitaria. Hoy día basta que escribas cualquiera de los nombres que he puesto arriba para que llegues a la web del autor, a una docena de foros sobre el tema o incluso a algún trabajo de investigación sobre el tipo en cuestión o su obra. Pero estoy hablando de los primeros años 90, cuando Internet era algo de lo que hablaban en las películas y que, salvo que estudiaras informática o trabajaras en una multinacional, parecía tener poca utilidad práctica. No teníamos Wikipedia, sino enciclopedias de papel, que por alguna razón desconocida no se actualizaban por más que pulsaras F5. Puesto que uno difícilmente se topaba con otro fan de aquellos autores, no te quedaba más remedio que convertirte poco menos que en misionero de la fantasía y la ciencia ficción, convenciendo a los amigos de que apostataran de los libros de Barco de Vapor y demás colecciones infanto-adolescentes. El primero que se convirtió fue Juan Omeya, compañero infatigable de clases particulares, que durante toda la adolescencia quedaría atrapado por los ambientes siniestros de Lovecraft y sus mitos de Cthulhu. Otro compañero, el Sangre, pronto sintió tal pasión por Moorcock que aún hoy, casi dos décadas después, sigue convenciendo a quien puede para que lean tal o cual libro del británico. Mi amigos Richi, Joaquín, el Cubano y Carlos Gámez, e incluso un compañero de pupitre que hoy regenta una farmacia y reniega de aquel pasado friki, todos acabaron aficionándose a una u otra obra. Pronto comenzó un curioso feedback, a través del cual aquellos amigos me dejaban obras de aquellos autores que yo no conocía, o de otros nuevos, como Anne Rice o Ende, que rápidamente se difundían entre los demás amigos a una velocidad endiablada, más como una plaga que como una lectura. De hecho, de los 11 a los 15 años recuerdo muchas cosas de manera borrosa y vaga, pero de los libros que leí conservo una imagen viva: la búsqueda de ejemplares de tal o cual libro por las librerías, la sorpresa amarga de descubrir tal o cual final en el que el héroe moría, la complicidad de escaparnos de clase no para fumar o ir a las recreativas, ¡sino para leer en la biblioteca del colegio, fingiendo que estábamos castigados! Sería ridículo decir que, desde que Internet se difundió, ya no es divertido ser un fan de la fantasía y de la ciencia ficción. Pero era diferente, más desagradable en ocasiones, porque no podías encontrar tal o cual obra, o ni siquiera te enterabas de que existía hasta muchos años después... pero al mismo tiempo era mucho más emocionante descubrir las cosas casi por casualidad, basarte en las recomendaciones de amigos, intentar completar una colección cuando la editorial acababa de quebrar... no era sólo una cuestión de leer libro, era la odisea de conseguirlos.
2011-01-26 10:39 | 1 Comentarios
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