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DUELO DE ESPADASEl padre de Augusto, Don Arturo, era un enamorado de la Edad Media. Su carrera como ingeniero militar primero, como ingeniero de caminos después, no le había dejado demasiado tiempo para leer libros de historia, ni siquiera para ver documentales, pero sentía una pasión enorme por coleccionar todo lo que tuviera que ver con los visigodos, los reinos cristianos y musulmanes, sobre todo los que aparecieron en la Península Ibérica. Recuerdo sus monedas, unas poquitas auténticas, las más reproducciones al detalle (¡incluso se hizo acuñar algunas en oro y plata auténticas!). También tenía inmensos atlas históricos que, sólo al ojearlos, te daban ganas de saltar al interior del libro y poner un pie en el pasado. Y las armas, claro, porque Don Arturo tenía una impresionante colección de espadas, puñales, escudos, ballestas e incluso mosquetes colgada a lo largo y ancho de sus oficinas. Todos ellas reproducciones, por supuesto, pero no por ello resultaban menos fascinantes. Como ya recordarán los habituales de esta bitácora, la casa de Augusto era increíblemente grande. Además, una escalera de caracol unía el piso de arriba (las oficinas del padre) con la de abajo (la vivienda familiar), y aunque habitualmente no nos dejaban pasear por la parte superior de la casa, cuando los padres salían nadie nos impedía recorrer con asombro los despachos decorados con aquellas sorprendentes armas. Siempre y cuando las dejáramos tal y como se encontraban al principio, Augusto incluso nos dejaba sostenerlas. Un día, mientras sostenía una espadota monumental, Richi se puso a improvisar, como si se encontrase en mitad de una obra de teatro o de una partida de rol: “Sabed todos los aquí presentes, que a partir de hoy yo seré el señor de estas tierras, y quien no esté de acuerdo con esto más vale que sepa usar una espada.” El Cubano, que le gustaba un cachondeo como al que más, pero sobre todo le gustaba ser el héroe, agarró un puñal que había cerca suya, y respondió al ficticio desafío: “Quería haber vivido una vida normal con mi mujer, allá en las montañas, pero no puedo dejar que saqueéis esta tierra como lo hicierais con la de mi padre cuando yo era un niño.” Richi levantó el arma y dijo, poniendo voz de auténtico tirano: “¡Debí haber acabado con tu vida cuando eras un crío.” Y el Cubano, avanzando con el puñal apuntando al frente, respondió: “¡Demasiado tarde para cambiar de opinión!” Entonces, para nuestro asombro, pero sobre todo para el asombro del pobre Cubano, Richi lanzó un mandoblazo contra nuestro amigo. El pobre Cubano intentó parar, pero claro, parar una espada de más de un metro de hoja con un pequeño puñal puede quedar estupendamente en una película, pero en la realidad es una tarea más bien imposible. Resultado: grito del Cubano, puñal que cae al suelo, chorreón de sangre. Las espadas no estaban afiladas, o al menos no mucho, pero con tanta fuerza había golpeado Richi que había abierto una herida, si bien no grande ni siquiera profunda, en la mano de nuestro amigo. “Ay, ay, que se me ha ido la pinza… ¡yo no quería matarlo!”, gritaba Richi, pensando que la gente se moría de un corte en la mano. No obstante, en aquel momento no sabíamos que la herida era poca cosa, más bien un rasguño, y nos dejábamos llevar por el pánico que provocaba aquel torrente de sangre que salía (que bien pensando no era tanto torrente, pero como no paraba nos asustamos). El Cubano puso cara de héroe trágico moribundo, y dijo sosteniéndose la mano y aguantando los dos lagrimones que todos habríamos soltado ante un golpe similar: “No, no es nada… un rasguño siquiera… ¡seguiré peleando!” Pero entonces se vio la mano, y el goteo continuado de sangre, y no sé si fue la impresión, el ver la sangre o que se había incorporado muy rápido, pero la cosa es que se cayó para atrás y por poco no se parte la crisma contra un archivador, aunque Augusto estuvo rápido y logró agarrarlo, y con mi ayuda logramos ponerle en un sofá mientras Richi, cada vez más blanco, decía: “¡Yo no he sido!” Logramos calmar a Richi, y mientras Augusto buscaba alcohol para la herida, el asustado espadachín y yo colocábamos las armas en su sitio. La herida estaba dejando de sangrar, ¡al fin!, pero el Cubano seguía mareado y desplomado sobre el sofá. Cuando Augusto llegó, lo que traía era una botella de ginebra: “¡Es que no encontré alcohol para las heridas!”, y nada, chorreón sobre el corte. El problema es que el Cubano no se lo esperaba, y del escozor o del susto de sentir algo húmedo sobre la mano dio un respingo, a Augusto se le cayó la botella y, cuando logramos recogerla, le habíamos llenado de alcohol la camisa al Cubano y el suelo al padre de Augustoo. Finalmente logramos echarle alcohol a un pañuelo y colocarlo en la herida, y fuimos abajo a buscar un trapo para limpiar un poco el sitio: las gotitas de sangre, la ginebra que cayó al suelo, etc. Y estando abajo ocurrió lo que, estando junto a Augusto, era obvio que nos debía pasar: llegó la madre. Venga a sonreírle con carita de angelitos, y venga a darle palique con el trapo escondido bajo la camisa, y venga a fingir que allí no pasaba nada mientras Augusto intentaba ausentarse para recoger las pruebas del delito. De repente, escuchamos como la puerta de arriba se abría. ¡Mierda! Don Arturo habría ido a coger algo a las oficinas. Todos nos resignamos al escuchar su grito: “¡Pero qué coño hace este borracho con mi ginebra!” Simultáneamente, Richi y yo oímos cómo nuestras madres nos llamaban por medios extrasensoriales, y sin perder un segundo, antes de que la madre de nuestro amigo pudiera reaccionar, salimos disparados hacia la puerta. 2010-01-18 00:33 | 1 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/65688
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