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UN POEMA PARA MANOLO CASTILLOSSi los ojos son el espejo del alma, los de Manolo Castillos debían de ser de borrego, salvo cuando miraba a Marina, la delegada de religión, que se volvían de borrego degollado. Por su parte, Marina era la alumna perfecta: estudiosa, simpática, un poquito pelota (lo justo para no caer mal a los profesores) e inteligente. Bueno, lo de inteligente era tema de debate, porque resulta que la chica estaba loquita por Manolo Castillos, que ya era tener mal gusto. Ustedes pensarán que exagero, que ni Manolo era tan ceporro ni Marina tan estupenda. Tal vez tengan razón, la adolescencia es una época de pasiones, y uno es incapaz de recordar lo que ocurrió, y solamente recuerda lo que sintió. Y yo sentía que Marina era estupenda, con su carpeta forrada con poemas de Bécquer y postales de capitales europeas; e igualmente sentía que Manolo era un tarugo, con el himno del Cádiz en la carpeta y en el walkman, por no hablar de que se quería tatuar el escudo del equipo (¡y eso que en aquella época ni siquiera estaban de moda los tatuajes!).
Ya ven ustedes: el amor es ciego. De hecho, en este caso también era mudo, porque a Manolo Castillos Marina le gustaba “de verdad”, de salir a pasear las tardes de domingo y quedarse en casa tapados con una mantita los sábados, viendo películas. El problema es que nuestro Romeo nunca había tenido una novia de más de una semana (algunos creen que ni siquiera de más de una noche), y no sabía qué hacer. Por su parte, nuestra Julieta era bastante tímida en lo referente a los chicos, además de un poquito orgullosa, así que enmudecía delante de Manolo. Cuando la gente me pregunta por qué no me gustan los Serrano, suelo decirles que porque ya los he visto en vivo. Y es que aquellos dos parecían sacados de un melodrama televisivo: querían y no podían, y cuando podían no querían, y así se les pasaba el trimestre.
Cuando se acercaban las navidades, Manolo se dio cuenta de que algo había que hacer. Un mediodía se me acercó en un cambio de clase, preguntándome como quien no quiere la cosa: “¿Tú conoces al Bécquer ese?” Me quedé un poco extrañado, pensando que me hablaba de algún futbolista. Se me tuvo que notar en la cara, porque rápidamente puntualizó: “El de las canciones.” “Querrás decir el de los poemas.” “Sí, claro, poemas o canciones, lo que sea. ¿Tú lo conoces?” “Hombre, en persona no. Pero lo he leído, si a eso te refieres.” “¿Y tiene muchos poemas?” “Unos cien.” La cara de Manolo se iluminó, como si le hubiese dicho de repente que tenía la respuesta a todos los exámenes del instituto. “¿Tú crees que alguien se sabrá de memoria los cien poemas?” “Hombre, de memoria no creo.” Aquel rostro se convirtió prácticamente en un neón al que había que mirar con gafas de sol. Estaba pletórico. Su plan, fuera el que fuese, se le antojaba más factible que nunca.
Unos días después, Manolo se acercó a Juan, mi compañero de mesa, que era un máquina del dibujo. Si Richi era un genio del manga, Juan lo era del dibujo más realista, de las letras góticas y del manejo de las sombras. “Juan, ¿tú cuánto me cobrarías por escribir una cosa con letra gótica?” Por veinte duros, Juan te hacía unas portadas chulísimas para tus trabajos, con unas letras recargadas a más no poder, que ayudaban a camuflar las porquerías de trabajo que solíamos hacer. “¿Es un poema muy largo?” “Un poco sí…” “Pues mira, te cobraría por línea.” Manolo empezó a cavilar, una cosa que le llevaba cierto tiempo, pues no era un hábito común. Sacó un librito de la biblioteca que llevaba en la maleta, y empezó a pasar páginas rapidísimamente: “¡Entonces mejor hazme este!” Era una rima bastante corta de Bécquer. “Y lo firmas con mi nombre, ¿eh?” Creo que Juan iba a decirle algo, pero la pela es la pela, y a él le iban a pagar por hacer de escriba, no de consejero amoroso.
Al día siguiente (aunque nosotros nos enteramos de la historia un poco más tarde) Manolo se acercó a Marina, poema en la mano, y le dijo: “Esto es para ti.” Nerviosa, cogida por sorpresa, Marina leyó el poema un poco confundida. “Te lo he escrito yo” afirmó Manolo. Marina le miró fijamente, volvió la mirada al poema y volvió a releerlo:
Por una mirada, un mundo; por una sonrisa, un cielo; por un beso… ¡Yo no sé que te diera por un beso!
“¿Qué te parece?” preguntó un poco nervioso Manolo. Sabiendo que mentir es un juego que sólo tiene gracia cuando juegan dos, Marina respondió: “Es lo más bonito que me han escrito nunca.” 2008-10-20 08:45 | 11 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/60082
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