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PRIMER DÍAQuince de Septiembre de 1997. Para más información un lunes soleado, uno de esos días que invitaban a la playa. Primer día de colegio, primer día en 3º de B.U.P.
Se supone que hay un montón de leyes que protegen a los adolescentes y, en particular, a los alumnos. Los profesores no te pueden dar una hostia, ni pueden suspenderte por la cara, y que ni se les ocurra hacerte mobbing, que en aquel entonces era cogerte manía. Y todo eso está muy bien, pero lo más importante aún está pendiente: una ley que impida empezar el curso si hace un sol de justicia y una calor de narices.
Aún siendo enorme, con sus amplios pasillos y sus monumentales (e interminables) escaleras, la confusión y el colapso absoluto que reinaban en los pasillos del colegio recordaban más a un bar un sábado noche que a una institución de enseñanza. Había quien fumaba con cara de amargado, algunas niñas aún soñaban con la libertad del verano y a modo de rebeldía mostraban las tirantas del bikini que hoy lucirían por penúltima vez, los más despistados corrían buscando su clase. Un chaval bastante bajito, barbilampiño, chocó conmigo al bajar la escalera. Con tanta gente, era normal que uno se chocara; pero en lugar de seguir corriendo en busca de su clase, el chaval se giró y, con auténtico pánico, me pidió perdón un par de veces, hasta que le hice un gesto de que no pasaba nada. “Novatos” oí que decía una voz tras de mí. Era Juan Omeya, viejo conocido, pues habíamos pasado buena parte de la EGB juntos, unas veces compartiendo clases particulares, otras actividades extraescolares, alguna que otra vez compartiendo partidas de rol. “¿Novatos?” me sonaba raro. “Parece que estuviéramos en una película americana.” Juan se rió y se colocó a mi altura, subimos juntos las escaleras. No llevábamos nada más que una carpeta con un par de folios y un bolígrafo. El primer día es tiempo perdido, uno no hace absolutamente nada. Sólo a los novatos, a los de primero, se les ve entusiasmados. “Para ellos, para los de primero, todo es nuevo” dijo Juan, un poco sorprendido. “¿Teníamos la misma cara de flipados cuando comenzamos? “Peor” recordé. “A mí me habían dicho que el primer día ya se comenzaba a dar clases, así que me llevé un montón de cuadernos, un estuche lleno de bolígrafos, ¡incluso me quise traer todos los libros de texto!” “A mí me habían dicho que…” Juan esquivó a otro chaval que bajaba las escaleras corriendo, con la maleta cargada como si de un campista se tratara “…que al salir de clase se reunían todos los alumnos mayores en el pasillo, y nos daban una monumental catea. Incluso me traje el estuche de las gafas, para que no me las rompiesen. Luego no hubo catea, claro está, la gente tenía demasiadas ganas de irse a su casa y a la playa como para entretenerse con nosotros.” Al llegar a la misma clase, 3ºB, descubrimos que éramos compañeros de clase. Como todo el mundo andaba ocupado fumando en los pasillos, elegimos un par de pupitres en primera fila y nos sentamos juntos. Uno de los pequeños privilegios de estar en el penúltimo año: podías sentarte donde quisieras. Poco a poco fueron llegando compañeros que, para mi sorpresa, estaban muy cambiados. En apenas tres meses las niñas eran más guapas, los chicos más altos y barbudos, e incluso había un compañero, Sergio, que comenzaba a lucir unas prominentes entradas, señal de que el otoño ya se había establecido en su cabellera. Yo creía que no había cambiado nada, pero supongo que sí, que también yo sería un poco diferente, un poco más mayor. Por ejemplo, ya me afeitaba no sólo el bigote, sino también la barba, y por culpa de un resfriado que pillé en pleno Julio había pegado un estirón. Además, mis gafas de Peter Parker habían sido sustituidas por unas molestas (pero discretas) lentillas aquel verano. Al final llegó Don Sabino, serio y de chaqueta, joven de físico pero victoriano en su conducta. Durante un minuto nos miró sin decir una sola palabra, sin repartir los horarios que llevaba en la mano, con un rostro impasible y analítico que, al menos a mí, me recordaba al de los malos de Terminator. “¿Ustedes creen que esto es normal?” acabó preguntando. Yo creía que se refería a lo de tener que venir en un día tan espléndido. “¡Esto es una vergüenza!” siguió diciendo sin mirar a nadie en concreto, “Aquí hay niñas que piensan que vienen a un balneario o a un lupanar, muchachos que no se han traído la tabla de surf porque no les cabía por la puerta, alumnos que creen que están de vacaciones y no se han dado cuenta que no, que las vacaciones se acabaron a las 8’59, cuando sonó el timbre de este centro de enseñanza.” Silencio tremendo. “¿Creen que yo paseo por mi casa vestido de chaqueta? No, no lo hago, pero para trabajar debo arreglarme adecuadamente. Ustedes no vienen a trabajar, vienen a hacer algo mucho más importante: vienen a aprender y a desarrollarse. Lo que les separa de ser reponedores y cajeras de supermercado son estos pupitres, estas aulas y yo mismo. ¡Así que muestren un mínimo de respeto! ¡Vístanse como las personas que, ahora mismo, estoy dudando que sean!” Tras esta charla, todos asentimos, más por miedo que por otra cosa. “Para quienes no me conozcan, por cierto, me llamo Don Sabino. No Sabino, sino Don Sabino. Y soy su tutor.” Y con tan maravillosa bronca comenzamos el curso. 2008-09-15 00:11 | 5 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/59465
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