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LA CRUZ DE LOS APROBADOSDos veces al día, cuando íbamos para el colegio y cuando volvíamos de él, pasábamos por la pequeña tienda de chucherías. Y digo tienda por decir algo, porque aquello no era más que un mostradorcito en mitad de la calle, mal cubierto los días de lluvia, un auténtico bloque de hielo cuando soplaba el poniente. El negocio lo regentaba una mujer mayor y pequeña, de piel y cabellos blanquísimos. Llevaba allí colocada desde siempre, y no cerraba ni aunque diluviara, cayera granizo o hubiera huelga de profesores. Aquella señora estaba siempre adormilada, y de lejos parecía, así tan blanca y menudita, tan quieta, una avejentada diosa Gades de yeso que Vasallo se hubiese olvidado detrás del mostrador. No obstante, era acercarse un niño y recobrar las energías, y si te conocía incluso te tenía preparadas las chucherías antes de que las pidieras. No se equivocaba nunca, tremenda memoria la suya. Olía a señora (Richi decía que las mujeres mayores sólo tenían dos olores, uno era el de vieja, es decir, el de las medicinas, mientras que el otro era el de señora, ese aroma dulce de abuelita de cuento), a azúcar y a regaliz, e incluso había quién la llamaba “la señora de azúcar”, por aquello de su poco color y su goloso aroma. Cuando teníamos exámenes, nos daba dos besos como sortilegio de fortuna (¡y la daba!), y el día de las notas nos daba a besar una medalla de un Cristo gótico feísimo, pero como toda ayuda era poca, nadie se atrevía recoger las notas sin pasar por el idólatra beso.
El día que fui a por las notas, acompañado de Joaquín, Richi, Kike y, en definitiva, toda la pandilla, pasamos a comprar lo de siempre: Yo mi regaliz rojo con nata, Joaquín sus chicles de menta, Richi su cigarrillo suelto por cuatro duros, cada cual a su vicio. Pero según nos fuimos acercando, pude constatar que tras la barra no había una señora de azúcar, sino una muchacha no mucho mayor que nosotros, muy morena, con un tatu en el hombro (uno de los primeros que veía). Richi se paró en seco, acojonado, y agarrándome muy fuerte por la camiseta me dijo: “¡La cruz! ¡No vamos a besar la cruz!”. Aquella cruz que nos había ayudado a pasar de curso desde 7º de E.G.B. ya no nos esperaba, y Richi, que no había hecho los exámenes demasiado bien, se temió lo peor. Aquello era un mal augurio. “¿Y la señora que suele estar aquí?” pregunté mientras señalaba los regalices que quería. “¿Mi tía? Le tenían que hacer una ecografía” aquello me hizo gracia porque, hasta donde yo sabía, las ecografías se las hacían las mujeres embarazadas, y no me imaginaba a aquella ancianita preñada. Tras echarnos una mirada de arriba abajo, mirada que me acojonó, porque creí que había adivinado mi cachondeo mental ante aquel improbable embarazo, la chica añadió: “¿Vosotros tenéis que recoger las notas hoy?” “Sí” respondí. “Me ha dejado esto” dijo sacando aquella fea cruz gótica, aquel sortilegio mágico sin el que Richi se ponía a temblar. “Por si lo queríais besar…” Todos nos miramos, tal vez porque la chavala tenía cara de cachondeo, tal vez porque nosotros mismos nos dimos cuenta de lo estúpido de aquel ritual. Las notas llevaban puestas ya varios días, e impresas desde ayer, así que era imposible que besar un crucifijo quince minutos antes de recogerlas cambiase algo. No obstante, Richi se adelantó y besó con mucho cariño aquella cruz, luego Kike, Joaquín y finalmente todos los demás. La chica no dijo nada, simplemente nos cobró y prometió darle nuestros saludos a su tía.
2008-09-10 01:12 | 6 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/59374
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