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AQUEL VERANO... JOAQUÍNTodos los días, hacia las seis de la mañana, un aullido insoportable se apoderaba del cuarto de mi amigo Joaquín; era el despertador, indicando que ya era hora de salir de la cama. Por la ventana entraba un buen puñado de luz, pero no la del día, aún por despuntar, la de la cruz verde fluorescente de la farmacia de enfrente, lo que daba a la habitación un toque como a discoteca diminuta. La verdad es que tampoco hacía falta mucha luz: cómics, novelas fantásticas, juegos de rol y de cartas habían sido requisados; pulsar el interruptor no habría servido más que para ver la montaña de libros que se amontonaban sobre el escritorio, demandando ser no ya estudiados, sino al menos ojeados. Se movía como un autómata en aquella hora temprana: ducha, café con tostada, sacar a la perra a dar una vuelta, y caminar hacia el bar. Sólo a mitad de camino (¡su padre no le había dado ni un mísero bonobús!) comenzaba a espabilar. El padre de Joaquín era de la vieja escuela (posiblemente de alguna rama prusiana), y creía que su hijo no aprobaría nunca a menos que descubriera lo duro que era trabajar. Ni corto ni perezoso, le buscó trabajo como chico de los recados en un bar que estaba en la otra punta de Cádiz, a la que solían ir viejos jubilados y tajarinas varios, o lo que es lo mismo, que abría al primer rayo de sol, pues sus clientes no habían sabido acostumbrarse a la vida ociosa que ofrece el retiro laboral o simplemente no podían seguir durmiendo a causa de las ansias de Valdepeña que sentían en la garganta. Y la cosa es que a Joaquín, quitando lo de levantarse temprano, lo del trabajo le gustaba: la ciudad se le antojaba desierta y tranquila a aquella hora, y los parroquianos solían ser divertidos y extraños a su manera, siempre contando historias al más puro estilo del Abuelo Cebolleta. Lo único que realmente tocaba los huevos a mi amigo, más allá del madrugón, era que no cobraba. Su padre lo había dejado bien claro a su amigo, el dueño del bar: “El niño te hecha una mano y así aprende lo que vale estudiar. ¡Debería de pagarte yo! ¡Menudas clases particulares la vais a dar!” Y no es que Joaquín ansiara un sueldo, pero coñe, que se echaba seis horas al día, y al menos unas propinas sí que podrían darle.
Después de un mes largo de madrugones diarios (sólo los lunes cerraban el bar, aunque ese día el padre se llevaba a Joaquín al campo de un amigo, a cortar el césped y apilar leña), el dueño del bar se compadeció de mi amigo e hizo de mediador. “El niño trabaja como una mula. Le pone ganas y aprende que te cagas. ¡Si esto fuesen otros tiempos, te diría que me lo dejaras pa los restos! Pero el chavá tendrá que estudiá, digo yo, y tanto madrugó le va a dejar el seso tieso. Que digo yo que habrá aprendío la lección, ¿no te parece?” Al padre de Joaquín le pareció que sí, que tampoco había que ser tan estricto. A primeros de agosto, mi amigo sería libre. Sólo le quedaban cuatro o cinco días de madrugones, lo justo para que enseñase lo que había aprendido a un camarero nuevo que iban a traer, puede que otro crío que no quería estudiar. El problema fue que no era un crío, sino una cría, ¡y no vean qué cría! Los quince veranos más bien puestos que mi amigo hubiese visto en toda su vida: Irene. Y encima simpática, buena compañera, divertida, con un toque de pícara, combinación letal con aquellos ojitos de niña buena que ponía cuando hacía algo mal. Tan a gusto estaba Joaquín con aquella compañera que, maldita sea, ahora no se quería ir.
La última noche de julio, Joaquín salió a tomarse “algo”. Los padres lo consintieron, pero le dejaron bien claro que a las 10 en casa. Podía haberse acabado el trabajo, pero no el toque de queda. Pero en vez de volver a casa a la hora fijada, mi amigo se quedó en mi casa hasta bien entradas las doce. Me cogió una ficha de rol y la mal escondió en un bolsillo del pantalón. Para rematar, trincó una botellita de whisky que había comprado (una de esas que dan a lo sumo para dos cubatas pobremente cargados) y se la echó por encima como si de un tarro de colonia se tratase. Llegó a casa, imagínense, dando traspiés fingidos. Apestaba a whisky, cosa bastante normal teniendo en cuenta que le impregnaba toda la cara, menos los labios, y encima dejó caer como quien no quería aquella ficha de rol (¡y en aquella casa el rol estaba prohibido!). Su padre olvidó bien pronto su compasión anterior, y azuzó al muchacho dos hostias que lo mantuvieron caliente el resto del verano y parte del otoño que estaba por venir. La escuela prusiana salió a flote y, al día siguiente, Joaquín estaba nuevamente al lado de Irene, cargando cajas vacías y limpiando vasos de café. 2008-07-29 00:14 | 4 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/58723
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