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EL DESCONOCIDOLa sala estaba decorada siguiendo las directrices del feng shui: amplios espacios, colores blanco y negro combinándose, mucha luz y un ambiente fresco, casi aséptico. Él estaba allí tumbado, recién afeitado y oliendo a colonia. Los pómulos sonrosados, las manos entrelazadas a la altura del vientre, aquel mechón de cabello eternamente salvaje, eternamente despeinado. Aquello no parecía un tanatorio, y desde luego aquel cuerpo no parecía un cadáver. Es increíble lo que hace un diseñador apoyado por un poco de maquillaje.
Se ha muerto el marido de mi abuela, que no era mi abuelo pero como si lo fuese, puesto que llevaban 46 años casados. No fue un buen padre, tampoco creo que un buen marido: bebedor y violento como era, al menos en su juventud, tuvieron que pasar muchos años hasta que mi madre volviese a hablarle, y mucho más hasta que lo perdonara. Mi abuela, por el contrario, se crió en una época donde aquello era lo normal, y lo aceptó igual que se acepta el que llueva o luzca el sol, como una cosa normal que, por molesta que sea, no tiene solución, y por lo tanto es inútil quejarse. Debo de decir que, pese a todo, no fue un mal abuelo. Lo conocí ya mayor, cuando su único vicio era fumar aquellos largos puros que me recordaban no a Castro, a quien no conocía de nada, sino a Nick Furia y a Hanibal Smith. Era bromista, bastante pasional respecto a todo (la familia, el fútbol, los toros) y, creo yo, con cierta desazón de no haber vivido como habría querido, o de no haber dejado a los demás vivir como habrían debido.
Se ha muerto, les contaba, pero al ver su cadáver reposado no he sentido nada. Lo habría sentido de haber sido alguno mis padres, o mi abuela, o algún amigo. Pero al despedirme ante su tumba no he encontrado ningún sentimiento bueno, pero tampoco ninguno malo. No podía quererlo después de todo lo que había oído de él, después de que mi abuela me contara con ese aire de resignación las palizas, las borracheras y la miseria. “Es que las cosas eran así” se justificaba. No puedo odiarlo porque aquel hombre no es el que conocí, porque quienes lo sufrieron le perdonaron hace tiempo sus errores. Así que ahí estaba yo, ante el féretro, pensando que no hay nada más triste que estar delante de un difunto y no sentir ni amor ni odio, ni desesperanza ni alivio, tan solo el vacío que se siente al mirar a un desconocido. 2008-06-26 09:55 | 5 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/58210
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