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UN MATÓN LLAMADO ESPARTEROReconozco que algunas veces no soy del todo sincero en este blog, y no cuento las cosas con todo el detalle que debiera. Por lo tanto, ustedes pueden tener una idea algo errónea de cómo era yo en mi adolescencia. Como en mis narraciones nunca me meto en líos y nunca digo (demasiadas) tonterías, es posible que alguien piense aquello de “qué maduro para su edad”. Pues no, señoras y señores, de maduro nada. Simplemente tímido. Yo era un chaval bastante tímido, en parte por culpa de mi físico. Y es que mi cuerpo era de una delgadez extrema, tenía la espalda algo cargada (años de maletas cargadas de libros no podían ser buenas) y la cara llena de una antiestética pelusilla que acabaría convirtiéndose en barba y bigote muchos años después. Cierto es que el físico no puede cambiarse (a menos que tus padres te manden a Corporación Dermoestética, claro), pero para ser sinceros, mi estilo personal tampoco era especialmente llamativo. Usaba siempre vaqueros, camisas de cuadros por dentro, algunas veces jersey de rombos y náuticos. Me peinaba con una raya horrible, que mi madre dibujaba cada mañana en mi cabeza, acompañándola de medio litro de agua de colonia, lo que sin duda me convertía en el chico que mejor olía en tres kilómetros a la redonda. Usaba, por si todo lo anterior fuera poca cosa, unas horribles gafas de pasta que a mí me parecían preciosas. Obviamente, yo no era el preferido de las chicas. Vamos, ni el preferido ni el más odiado. Simplemente era ignorado. Eso me hacía pensar que era feo, muy feo, y que ninguna mujer se fijaría jamás en mí. Vamos, que ustedes ya se imaginan la cara que yo pongo cuando alguien me dice que la adolescencia era una época de total felicidad.
Como no era mucha cosa, y como además la mayoría de la gente pasaba sin advertir mi presencia, no solía tener muchos problemas. Ocasionalmente, el capullo de turno se burlaba de ti, pero bueno, tú luego le robabas el libro de música y se lo tirabas por ahí, el profesor de música le ridiculizaba por no traérselo, y el Equilibrio Cósmico se restablecía. Podría haber sido peor, no sé, podría haberme vuelto invisible como aquella chica de Buffy Vampire Slayer. Pero las cosas no siempre salen como uno querría. A los 13 años, en 8º de EGB, comencé a tener problemas con un repetidor llamado Espartero. No con el general, obviamente, sino con un tipo canijo, repetidor, lleno de mala ostia hacia el mundo, muy particularmente hacia mí. Yo estaba colocado en la penúltima fila de la clase, no porque fuese brillante, sino porque no molestaba. A Espartero, que sí molestaba, le mandaron al final de la clase no sé si por error del tutor, o simplemente para que al hablar no se le escuchase tanto. La llegada de este personajillo alteró mi vida cotidiana. Primero, porque se pasaba todo el rato charlando contigo, y no te enterabas de lo que decían los profesores; a ver, a mí particularmente me daba igual lo que dijeran aquellos señores, pero si se percataban de que no atendías, lo más probable es que te echaran una bronca y te expulsaran de clase. Segundo, si no le hacías caso, se ponía a decirte cosas, a amenazarte, a burlarse de ti por tu delgadez, por tu peinado… por todas las cosas por las que se pueden reír de uno en el colegio, vamos. Espartero acabó descubriendo que a mí no me hacían gracia sus chistes, que en la hora de lectura yo prefería leer que charlar, y que cuando quería copiar yo no le dejaba mirar mi examen. Temo que aquel chico había pensado en hacerme su sidekick, y no se tomó nada bien que yo le ignorase.
Un día en pretecnología (es decir, en la clase de cortar madera y hacer barquitos), Espartero no aguantó más que no le riese las gracias, y empezó a llamarme cortapuntos y cabrón, palabras que me afectaron bastante poco, por lo que empezó a llamarme hijo de puta, hijo de mil padres, a decirme que a mi madre le gustaban las pollas gordas de los camioneros, etc. A mitad de aquella retahíla, que sinceramente comenzaba a molestarme, se me ocurrió decirle: “Creo que me confundes con tu hermano.” Ofú, la que se lió. Todos los compañeros que andaban cerca comenzaron a reírse. Espartero se puso rojo, sin saber qué decir, humillado en lo que él creía su momento de gloria. Algunas voces comenzaron a cachondearse del muchacho, y no era para menos: a fin de cuentas le había cortado una mosquita muerta como yo. El honor de aquel muchacho pendía de un hilo, así que dijo lo único que la circunstancia permitía: “Plazita.” Traducido: “A la salida del colegio nos damos de ostias en la plaza de detrás del colegio.” El que se puso blanco fui yo. No es que darme de ostias me importara mucho, la verdad, pues en el fondo uno sabía que aquello no era un duelo a muerte ni nada parecido. Lo que me agobiaba era el gentío, la humillación de perder (aunque en verdad, salvo ocasiones muy puntuales, ganaban y perdían ambos contendientes). “No, no. Paso.” respondí. Y como reacción, una montaña de voces empezó a crecer, murmurando no sé que cosa, intuyo que llamándome cobarde. Total, que me lo pensé dos veces y decidí que Espartero era tan canijo como yo, que no era muy alto, que ni siquiera parecía muy fuerte. Iba a abrir la boca para decir que sí, que vale, que nos diésemos de leches. Pero Espartero acalló a todo el mundo, y dijo: “No no, es verdad, es una tontería que nos peleemos por esto.” Después de aquel día, no me dio excesivos problemas. No sé si alguna suerte de Espíritu Santo le hizo entrar en razón, o lo que es más probable, si se dio cuenta que finalmente sí estaba dispuesto a ir al campo de batalla y se asustó más que yo. Lo cierto es que nadie hizo ningún comentario sobre mi valor. El suceso se olvidó rápidamente y, unos meses después, Espartero volvió a repetir y pudo volver a asustar e intimidar a su antojo, estaba a chavales a los que sacaba dos años. 2008-03-28 11:15 | 3 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/56521
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