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A PUÑETAZOSLas noticias corrían como la pólvora en el colegio, sobre todo las escabrosas. La fiesta de Novaro, descrita poco menos como una orgía, fue la comidilla durante al menos dos semanas; las venturas de Sandra Mora, poco menos que relatos eróticos de dudosa realidad, eran repetidos con estupor y escuchados con impaciencia todos los lunes. Con tal ambiente de cotilleo, no pasó mucho hasta que el abandono del padre del Cubano se convirtió en noticia. Circulaban todo tipo de rumores: que había estafado a la empresa y se había fugado con una fortuna, que había hecho la maleta al descubrir que el Cubano no era hijo suyo (cosa bastante poco probable, pues tenían la misma cara y un lunar idéntico en la barbilla), y otros tantos disparates. Nuestro amigo vivía aquella oleada de rumores como buenamente podía. La mayoría de la gente no se atrevía a preguntarle, y los que le referían alguna pregunta solían ser bastante discretos: “¿Cómo lo llevas?”, “¿Cómo andáis por casa?”, etc. Todos, menos el Pelota, el mayor gilipollas del colegio. Le llamábamos el Pelota por su voluminosa barriga, que le daba una figura redonda. Solía llevar camisetas de cuadros, lo que le daba apariencia de auténtico balón. No era el mayor matón, ni el mayor pesado, ni tan siquiera el tío con más mala ostia. Simplemente el mayor gilipollas, incapaz de saber cuando cerrar aquella bocaza que lucía un diente falso de oro: “¡Picha, llamándote Cubano todo el mundo, mucho ha tardado tu padre en coscarse que no eras suyo!” Aquella perla que ha pasado a los anales de la poesía libre fue soltada en mitad de un recreo, lo que libró al individuo de recibir un sillazo en plena cabeza. En lugar de eso, todos saltamos sobre él, dispuestos a sacarle a ostias aquel diente áureo. Sorprendentemente, fue el Cubano el que nos detuvo, diciendo que era una tontería meterse en peleas (y ser expulsados) por un soplapollas de tan magno calibre. Richi, a modo de girl scout, insistía en que había que repartir algunas galletas. Pero el Cubano no quería peleas, tal vez porque sabía que eso sólo alimentaría más los rumores, tal vez porque la sangre que manara de un labio partido no le iba a devolver a su padre.
Durante los días siguientes, Richi fue calentando al Pelota. Ambos eran altos para su edad (luego, todos creceríamos menos ellos) y anchos de espalda, nuestro amigo fuerte de brazos, aquel odioso personaje obeso pero fuerte. La estrategia de Richi era acabar liado a puñetazos, pero sin que pareciese decisión suya. Una zancadilla aquí, un chicle pegado allá, unos libros desaparecidos… la gota que colmó el vaso fue una chincheta colocada en la silla del Pelota en un cambio de clase, que le hizo soltar un par de sinceras lágrimas. “Richi, ¿quieres que te parta la cara?” Mi amigo le miró impasible. “Si quieres te puedo dar algo más grande para que te metas por el culo. Sólo tienes que pedirlo.” Un aluvión de risas estalló en la clase. El Pelota tenía un estatus, era un tipo duro, y no podía permitir eso. “Playita.” dijo. “Playita” ratificó Richi.
Playita era la forma corta de decir: “Espadas al alba” o “Trae a tus testigos”. Era la forma de invocar un duelo, o lo que es lo mismo, una pelea a puñetazos. Se podían hacer en la plazoleta que había cerca del colegio, o en la playa a la que apuntaban las malvadas ventanas de cada clase (según Augusto, aquella playa había sido construida expresamente para minar la moral de los alumnos que mirasen por las ventanas). Lo malo de ellas no era el pelearse, sino el ambiente de gritos, escoltas, amenazas y contra amenazas que se producían. En apenas dos horas que quedaban de clase, todo 2º de BUP se preparó para la gran pelea. Los contendientes bajaron a la arena escoltados por los vítores que acompañan a los grandes púgiles. La arena seca se me antojaba especialmente fina, y pensé que debía de ser horrible luchar sin poder mover bien los pies, rodeado por una marea humana que pedía sangre. Nadie había visto el Club de la lucha, por lo que no se quitaron cinturones, pulseras, botas ni mucho menos anillos. Aquel era un combate justo en tanto que no tenías tiempo para prepararte ni amigos que te apoyaran. Salvo eso, si sacabas un puño americano de la chaqueta, nadie te diría nada. El Pelota corrió hacia Richi, cabreado, furioso. Richi, que era más ágil, le puso una zancadilla y le derribó. Una vez en el suelo, mi amigo sólo tuvo que pisarle la cabeza contra la arena (llevaba una de aquellas botas militares engorrosas y pesadas, de puntera metálica) y esperar a que la arena penetrara por los ojos, la garganta y la nariz. En un minuto, el combate había terminado, el Pelota vomitaba arena y lloraba intentando expulsar los granos que fastidiaban sus ojos. Después de aquello, nadie volvió a meterse con el Cubano. De hecho, nadie volvió a decirle nada fuera de tono Richi. Miles de años de civilización se habían reducido a pisar una cabeza, y el respeto que aquello había generado superaba en mucho a la educación cristiana de buenos hermanos y a los consejos cívicos a los que los tutores nos acostumbraban. La barbarie había vencido. Pero era un amigo mío. Así que me alegré. 2008-03-27 01:13 | 7 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/56482
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