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EL RITUAL DE LAS NOTASFue en un día de diciembre tal como hoy, tal vez con algo más de frío en el cuerpo y un poco menos de decoración en las calles, que se nos repartieron las notas del primer trimestre. Así, casi sin darnos cuenta, habían pasado tres meses de nuestras vidas.El ritual de reparto de notas era, como todo ritual que se precie, recargado y algo artificioso. Cuando el tutor entraba por la puerta con un fajo de sobres todos nos sentíamos impacientes, nerviosos a costa de alternar las más nefastas cábalas con las más vanas esperanzas. Él o ella (en este caso el anciano cura Manuel) se sentaban en su mesa y abría el libro, como si realmente no fuese consciente de que el destino de 40 individuos residía ahí, empaquetado en sobres individuales. De repente, un silencio mortuorio llenaba el aula, y el tutor o la tutora adoptaban una sonrisa cómplice y comentaban: “Por cierto, tengo aquí vuestras notas.” El silencio, que ya de por sí era total, se hacía aún más profundo, pues las respiraciones se entrecortaban durante un segundo. Los empollones temían que, por alguna razón, una debacle se hubiese producido; los que no dábamos palo al agua soñábamos con un empujón (a veces una embestida) que nos elevase al Olimpo de los que todo lo aprueban o, a lo sumo, a ese jardín elíseo que debe ser el no cargar con más de 1 o 2 suspensos. “No os las puedo dar hasta última hora.” Se llegaba pues al silencio absoluto, aquel en el que ni siquiera la sangre fluye, porque el movimiento es señal de paso de tiempo, y si la manilla del reloj marca un segundo más puede ser demasiado tarde, y nuestros sueños se acabarán, tanto el de quienes sueñan dar un susto a sus padres y suspender como aquellos que soñamos con darles una alegría. “Pero bueno, si no se lo decís a nadie, os las doy.” Y todos nos sentimos maravillados, como si realmente el tutor estuviese arriesgando algo o nos hiciese un favor por darnos dos horas antes un papel cuyo texto, en el fondo, conocíamos muy bien. Lo peor no era recoger el sobre, claro está. Lo peor era la cara del tutor, que comprobaba previamente las notas, y sentenciaba o saludaba con la mirada a cada alumno que iba a recogerlas. Para Fran López una mirada de satisfecha aprobación, todo sobresalientes menos un notable, fruto de un día de jaqueca; para Weber, que estuvo a punto de suspender Latín, pero que en el último momento remontó, una mirada de apoyo para que siga esforzándose; para mí, que me había leído tres juegos de rol durante el último mes de clase (durante las clases, se entiende), una mirada reprobatoria. Al recoger el sobre me murmura sentencioso: “Está desperdiciando su talento.” Antes de llegar a mi asiento ya sabía que me quedaban 5. Inglés, normal, porque se me daba muy mal; Latín, obviamente, porque no había estudiado lo más mínimo; Matemáticas y Física, a pesar de la pasta que mis padres se dejaban en clases particulares, porque no me daba la real gana hacer los ejercicios en casa; Literatura, vaya mala suerte, resulta que Gracilazo Manrique no era un literato, sino una fusión que mi confuso cerebro había hecho de dos genios de otro tiempo, cuyos temas y talento se me escapaban a los 15 años. De mi grupo de amigos íntimo, no obstante, fui el que mejor escapé siempre que no contemos a Augusto, y no lo haremos, puesto que él era repetidor. Richi suspendió todas menos Religión, que aprobó con un ajustado Suficiente; el Cubano lo hizo algo mejor, y también aprobó Educación Física; Kike y Carbonell suspendieron las mismas que yo, pero todas con Muy Deficiente; Alvarito, a pesar de estar repitiendo, suspendió todas, absolutamente todas. La última parte del ritual de las notas, la más dolorosa, era y es volver a casa con el trofeo. Con los años he llegado a la conclusión de que la única forma de salir airoso a la bronca casera habría sido depositar las notas y la cabeza recién decapitada sobre una bandeja de plata, y que esta fuese entregada a nuestros padres por una Salomé de barrio. Y no crean que exagero, en absoluto: si entraba por la puerta normal o contento, mi madre (la de todos, supongo) nos gritaba y nos decía que no teníamos vergüenza, ¡como si esas notas fuesen para alegrarse! Pero por el contrario, si entrábamos con carita de pena, la bronca se debía a nuestro cinismo, ¡mira que preocuparnos ahora, cuando ya no podemos hacer nada! ¡Hay que preocuparse antes y durante los exámenes, no después! Mi padre, tras ver las notas, no me dijo nada. De hecho, pasaron tres días hasta que volvió a dirigirme la palabra. No obstante, de mis amigos, fui el que mejor parado salió: a Kike y a Carbonell les castigaron sin salir; a Alvarito sin ver a su novia Blanca (lo cual, en ciertos círculos, se veía más como una recompensa que un castigo); a Richi le dieron dos guantazos, uno para que estudiara y otro para que se acordara, y le quitaron la Super Nintendo; al Cubano, al pobre Cubano, le cayeron los más míseros Reyes que ser humano de clase media haya tenido nunca (aunque de eso, si les parece, hablamos otro día con más detalle). Aquellas medidas nos parecieron, ya se pueden imaginar, injustas y exageradas. A fin de cuentas, todos estábamos de acuerdo, la mitad de las asignaturas las suspendimos porque los profesores no sabían explicar, y la otra mitad porque nos tenían manía. Pero los adultos, que luego no dudan en quejarse de que sus jefes les odian y sus compañeros conspiran contra ellos, no nos quisieron creer. Era duro ser adolescente en un mundo de rituales de suspenso y aprobados, no les quepa duda. 2007-12-12 00:11 | 4 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/54011
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