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EL CUBANO SE VA DE MARCHATenía la piel muy morena, casi de mulato, unos enormes dientes blancos y una mirada sincera, aunque distraída. Si a eso sumamos que vestía camisetas coloridas, vaqueros cortos y chanclas playeras, no debemos extrañarnos que en el Instituto todos le llamaran por el sobrenombre de El Cubano.Le conocimos en uno de aquellos exámenes extraordinarios de Junio, hablando mal de aquel profesor gigantesco que, con salvaje obsesión, nos hacía memorizar protozoos y eras. Al Cubano le habían pillado copiando, y a nosotros nos habían cogido en blanco (anda que no éramos tontos, ¡encima de que siempre caía lo mismo!), total, que de tanto hablar mal de aquel leviatanesco profesor acabamos por congeniar. Teníamos 14 años y 1º de B.U.P. tocaba a su fin. Como cada año, el fin de curso se celebraba con una barbacoa en la playa. Nuestro grupo, amante del heavy, de los cómics y del rol, se había juntado con el de otros chavales más mayores, que habían montado un auténtico chiringuito que ríase usted de los que ahora montan con caseta y licencia. Había de todo: alcohol, tabaco, hielo, más alcohol, un mechero, vasos, más hielo… Todos aquellos vicios, no obstante, nos quedaban vedados, ya que teníamos hora de recogida las 12. Sin embargo, los padres del Cubano se iban al cine esa noche y su hermana había ido a un camping con el novio, por lo que era una ocasión ideal para saltarse las normas. “Yo nunca bebo… pero como mis padres no están, digo yo que no importará si vuelvo un poco achispado.” Y claro, nosotros asentimos con envidia, porque a ver quien se colaba en casa oliendo a tabaco o a cubata. Y aquí llega el primer gran error de mi adolescencia: confundir colores con graduaciones. Me explico: yo no solía beber alcohol, a lo sumo algo de Martini de tarde en tarde, y una vez un chupito de whisky que me supo asqueroso. Yo, inocente de mí, pensé que a más oscura fuera la bebida más fuerte era (a fin de cuentas, el agua es transparente, ¿no?). Así que cuando el Cubano me dijo que le sirviera algo poco cargado, agarré un baso de tuvo, una botella de vodka, y lo llené hasta la mitad. Luego un chorreón de refresco de naranja. “No le eches hielo, que enseguida se me coge la garganta.” Ea, pues sin hielo, total, el vodka es transparente y seguro que sabe hasta dulce. Pues no, resulta que el vodka no es dulce. Pero el Cubano, por no quedar mal ante sus nuevos amigos, no protestó. Se lo tomó de dos tragos y achacó la tos a que se le había ido por mal camino (es decir, rumbo al hígado). Luego, supongo que por quedar de valiente, me pidió otro más. A las 11:30 de la noche, cuando yo me iba a despedir de todo el mundo, vi que el Cubano estaba tirado sobre la arena y que no era capaz de ponerse en pie sólo. Se había bebido alguna que otra copa más, estando tan borracho que ahora parecía un pelele de trapo. “No podemos dejarle ahí. Debemos llevarle a casa.” Me dijo Alvarito, que por aquel entonces aún no se había vuelto pirómano de libros Llevarlo a casa era sinónimo de llegar tarde. Sinónimo de ser castigado y de llevarme una bronca. Pero a los adolescentes, sobre todo a los adolescentes suspendidos por el mismo profesor, nos unen vínculos más allá de la razón y la lógica adulta. Le agarramos y empezamos a caminar. Yo no sé si ustedes han intentado llevar a un amigo borracho a través de las callejuelas de su ciudad. Como deporte yo no lo recomiendo, pero si deciden practicarlo a pesar de mis advertencias, han de saber que es toda una odisea cruzar a través de los semáforos con un peso muerto que iguala al tuyo, que no para de reírse, y que encima va perdiendo las sandalias por mitad de la carretera. Al final optamos por lo cómodo: le quitamos las sandalias, y medio a rastras medio a cuestas lo metimos en su casapuerta, en su ascensor y, finalmente, tras registrarle buscando las llaves (en el bolsillo trasero llevaba un condón que había caducado hacía un año, aunque Alvarito se lo quedó pensando que era un chicle) le arrastramos hasta su cuarto y le metimos en la cama, sin ni siquiera quitarle la ropa. Nos íbamos a ir ya cuando, vaya por dios, entraron los padres por la puerta. Por supuesto no les esperábamos, pues les creíamos en el cine (luego nos enteraríamos que ya no quedaban entradas). Alvarito, que nunca sirvió para detective, les preguntó: “¿Quiénes sois?” Los pobres padres, asustados de ver a dos canijos desconocidos en su casa, nos hicieron la misma pregunta con aire malhumorado y receloso. Y justo en ese momento el Cubano apareció. Con los pies sucísimos de haber caminado descalzo por el suelo, la cara descompuesta, los ojos enrojecidos y la voz pastosa, alcanzó a decir: “Pa… ma… que he comío algo… que me ha sentao mal… y man traío…” Durante tres segundos, los padres de el Cubano estuvieron a punto de engañarse a sí mismos y creerse la mentira. Pero luego el cubano hipó… sólo que no era hipo, sino una arcada, y en cuestión de otros tres segundos el suelo y los pies del Cubano se llenaron con una papilla amarillento-marronzusa, mezcla de tortilla, pinchitos y el bollicao de la merienda, todo ello aderezado con un exquisito olor a vodka barato. El Cubano estuvo dos semanas castigados, hasta que sus padres se apiadaron de él y le dejaron salir. Los pobres se auto-engañaron creyendo que no volvería a beber después de aquella experiencia. Alvarito contó todo lo ocurrido en casa, dichosa sinceridad suya, y sus padres le castigaron por haber ido a una barbacoa con alcohol. A mí, que llegué a casa una hora después de lo acordado (lo acordado entre mi padre y mi madre, se entiende), también me tuvieron castigado unos días. Por supuesto, cuando volvimos a vernos pasó lo que tenía que pasar. La injusticia de nuestros padres era tremenda, y si el odio a un profesor une a los adolescentes, las injusticias paternas les convierten en una auténtica piña. Nos volvimos inseparables, claro está. 2007-06-27 00:16 | 7 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/50517
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