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DE ESPECTADOR A ELECTOREn mi casa siempre hubo dos televisores, uno grande y en color, otro chiquitito y en blanco y negro. Cuando mi padre ponía un documental o un concurso, un dramón infumable o un partido de fútbol, yo me marchaba a mi cuarto e instalaba el televisor chiquitito, parece que lo viera ahora mismo, rojo y negro, con aquella enorme antena que siempre amenazaba con saltarme un ojo. Lo colocaba sobre una banqueta, a la altura ideal para verlo desde la cama, y veía lo que quisiera, aunque al principio sólo teníamos TVE1, TVE2 y Canal Sur. Así, en blanco y negro, imaginando colores y tonalidades entre los grises y negros, me vi Remington Steel, Mad Max, Fu Manchú y no sé cuantas otras series y películas. Con el tiempo, el televisor rojo y negro se estropeó, y mi padre compró otro aún más pequeño, esta vez en color, que mi madre se apropió casi de inmediato. Comenzaba así mi largo exilio, hoy en el salón porque mi padre ponía una película policíaca, mañana en la salita porque mi madre quería ver la misma teleserie que yo, y a veces me quedaba frente a la mañana más aburrido que entretenido, porque tanto mi madre como mi padre veían algo que no me gustaba. También era mala suerte: más canales que nunca, y mis padres casi siempre los sintonizaban a la peor hora posible, cuando echaban los programas más horrendos. Médico de familia fue la piedra de toque. Un profesor nos había dicho en el colegio que el niño pequeño y la hija mayor tenían como función que nos identificásemos con la serie, pero el uno me daba repelús y la otra me recordaba a las niñas tontas de mi clase. Los guiones parecían escritos por chimpancés encadenados a máquinas de escribir y a los que no habían alimentado en varios días, por lo que mi interés por la serie no era excesivo. Sin embargo, a mis padres les dio por ver la dichosa serie, y no, no podían verla juntos, sino cada uno en una sala diferente, porque mi padre creía que las series había que verlas a oscuras, y mi madre con todas las luces encendidas. En cierta medida, podría decirse que Emilio Aragón hizo más por mi educación que todos los profesores de la primaria: por su culpa comencé a encerrarme en mi cuarto a leer libracos enormes, lo que fuera por no saber de él ni de su familia ficticia. Podría parecer que la televisión y la lectura son muy diferentes, pero en el fondo comparten un elemento común: una novela, una película y una serie cuentan una historia. Las novelas me enseñaron a que esas historias podían estar bien narradas, eran mejores cuando tenían un personaje que evolucionaba junto a la trama, con diálogos ingeniosos que te invitaban a releer una y otra vez la misma página. Algunas teleseries mantuvieron el listón, pero otras muchas no, y dejé de verlas simplemente porque no me contaban una historia interesante: Periodistas y El comisario parecían no tener mayor interés que rellenar tres cuartos de hora y lucir a un puñado de actores, y no podían compararse con las novelas negras que ya comenzaba a leer, llenos de tipos rudos, sexo y violencia que te dejaban con la boca abierta. Sensación de vivir y Melrose Place eran culebrones que iban igualmente a la deriva, sin saber muy bien qué estaban contando. Pero había series que me interesaban, como Policías de Nueva York, con sus historias oscuras, o Friends, que podían hacerte reír sin caer en el humor infantil y facilón, o series como Dawson Crece, donde los personajes no repetían los mismos estereotipos que habíamos visto en miles de películas y series adolescentes. Por supuesto, todo era cuestión de gustos, pero al menos yo estaba desarrollando algún criterio. También descubrí, sobre todo al llegar a la Universidad y tener un horario más flexible, que las series y las películas se disfrutaban mucho más si las veías de madrugada, con la casa en silencio, la habitación a oscuras, escasos anuncios y el silencio mágico que trae la noche, cuando los coches están aparcados y en silencio. Sin embargo, lo que realmente revolucionó mi mundo fue Internet. La televisión por cable no tenía demasiados canales, ni sus contenidos eran tan específicos ahora, pero Internet lo tenía todo. Coincidió, además, con la ruptura con mi primera novia, lo que me ofreció una cantidad infinita de tiempo libre para ver películas, series y documentales que se bajaban a una velocidad ridículo, pero que en aquel entonces nos parecía cosa de magia. Casi todo eran series y películas antiguas (cuando intenté bajarme el Episodio I de Star Wars, descubrí que estaba en ruso primero y en chino después), pero esa fue una ocasión estupenda para ver Twin Peaks, Luz de luna y otras tantas series clásicas que nunca pude disfrutar. Actualmente tengo mucho menos tiempo, y suelo fiarme de las sugerencias que me hacen los amigos. En mi casa no hay un televisor, sino una pantalla de ordenador a la que conecto el portátil, y prefiero las series que cuentan una historia a aquellas que simplemente matan el tiempo. Aún ahora, si encuentro tiempo, disfruto de alguna serie antigua que no pude ver. En ocasiones, aún me parece imposible poder ver lo que quiero al ritmo que marco, y no a la inversa.
2011-05-23 23:41 | 6 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/69734
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