VENGANZA
A los historiadores se nos ha enseñado a ser neutrales y estériles, o al menos a serlo tanto como humanamente podamos. Debemos estudiar las guerras con la frialdad del estratega, no con la pasión del combatiente; debemos sumergirnos en una época con la curiosidad del antropólogo pero sin los prejuicios que nos da nuestra propia cultura. Y quizá por eso me sorprenda tanto descubrir momentos históricos en los que la pasión y la visceralidad parecen apropiarse de las personas y abolir toda razón. Uno de los temas que más me llamó la atención cuando comencé la carrera fue la guerra de los Balcanes, con el desmembramiento final de lo que había sido Yugoslavia y las limpiezas étnicas; el conflicto realmente parecía llegar a un punto en el que no había lógica ni objetivos, más allá de la eliminación del otro, que hasta hacía apenas una década había sido el conciudadano, el vecino. Dicho tema me llevó a otro mucho más popular, como puede ser la Segunda Guerra Mundial. Obviamente la conducta del régimen nazi es deleznable y de sobra conocida (aunque uno nunca llega a figurarse hasta qué punto llegaron las atrocidades), pero no deja de ser sorprendente la virulencia de la respuesta soviética (que me han dicho que está magistralmente representada en el libro Berlín: La caída de Antony Beevor) o el hecho de que, dos décadas después de la guerra, los servicios de inteligencia israelíes capturasen antiguos oficiales nazis relacionados con el genocidio y los juzgasen y ejecutasen en un actor de revanchismo realmente sorprendente (en tanto que tenían que secuestrar a los reos en otros países y sacarlos de forma más o menos sigilosa). Aunque en el caso de los juicios israelíes se puede alegar que fue algo relativamente justo (eran criminales de guerra que habían logrado eludir su captura al fina de la guerra), tanto la respuesta soviética como la israelí no dejan de ser una forma de venganza. El tema no es que los criminales salgan impunes, obviamente, sino que el castigo esté fijado según un código y una medida, que no sea un acto de odio y venganza, sino de justicia. Y sin embargo, ¿hasta dónde es lícita la venganza? En un tebeo todo, teleserie o novela es muy fácil: “Si actuamos como ellos, no seremos mejores”, dicen los protagonistas que representan nuestras mejores cualidades. En los últimos días, al leer Stalingrado, o al ver los primeros minutos de Malditos bastardos (la primera escena me parece la mejor escena de caza de judíos llevada a cabo por los nazis en el cine), uno comparte el horror y el pánico de las víctimas, y si bien no lo acepta, sí que comprende el deseo de venganza. Hasta donde sé, son pocos los historiadores que se han zambullido en el tema de la venganza de manera realmente seria y profunda. Será, supongo, porque las emociones son muy difíciles de cuantificas y de medir, y nuestras interpretaciones pueden ser fácilmente engañosas, ya sea por nuestras convicciones o por la carga que la sociedad ha establecido sobre nosotros. Y sin embargo, estudiar este tipo de emociones se me antoja tan importante como estudiar la economía, la agricultura o la política. A fin de cuentas, han existido culturas que no han conocido el capitalismo, que no disfrutaban de las ventajas de las granjas y ni siquiera de sistemas políticos estables... pero nunca he sabido de una sociedad que no tuviera emociones.
2009-10-01 10:01 | 1 Comentarios
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