LA NÉMESIS DE AUGUSTO
Todo el mundo tiene una némesis en esta vida. Algunos tardan años en encontrarla o lo mismo ni se topan con ella, mientras que a otros les toca sufrirla desde la más tierna edad. La némesis de mi amigo Augusto se llamaba Arturo Canoura, un tripitidor que habría podido hacer de matón en cualquier película adolescente de los años 80: casimetas negras, pantalones rajados, botas militares con puntera metálica y muñequeras de pinchos que no se llevaba al colegio, pero que lucía tan rápido como salía por la puerta. Mi amigo se pasaba las clases escribiendo poemas, malísimos todos ellos, destinados a mujeres que ni le dirigían la palabra. Pero Augusto era así, y en vez de contar sus sentimientos a pleno pulmón un sábado de borrachera prefería ponerlos ordenaditos y rimados a lo largo de varios versos. Arturo no paraba de fastidiarle: le robaba los poemas y se los rompía, o los reía en voz alta, o lo peor de todo, se los entregaba a la amada de mi amigo, provocando momentos tensos que conllevaban ineludiblemente al rechazo. Todos pensamos que, con el tiempo, Augusto se cabrearía y le acabaría pegando una leche a su negra némesis, o al menos le plantaría cara. Pero que va, mi amigo se lo tomó como si de una fuerza de la naturaleza se tratara, y no intentó acabar con aquellos ataques más de lo que habría podido evitar que lloviese o se pusiese el sol. Los meses pasaron, las clases cambiaron, Arturo Canoura posiblemente repitiera una vez más, y le perdimos la vista. Augusto pudo seguir escribiendo sus poemas tranquilamente. El año pasado, mientras trabajaba en el certamen Fernando Quiñones, estuve catalogando todas las obras que me llegaban. La mayoría de ellas eran poemas y relatos cortos, aunque tampoco faltaban cortos, pinturas y cómics. Unas veces llegaban por correo ordinario, mientras que en ocasiones te los traía el artista en mano, temeroso de que su obra se perdiera por el camino. Un tipo grande, con una mata de pelo largo tapándole todo el rostro, uniformado enteramente de negro, me trajo un poemario gigantesco uno de los últimos días. Como no había nadie más en mi oficina (que en verdad era una sala de radio reconvertida en despacho) se puso a explicarme sus poemas, uno dedicado a las hamburguesas, otro a una novia que le hizo mucho daño, y otros muchos que ya no recuerdo. De cada uno de ellos me hablaba con un cariño asombroso, como si no los hubiera hecho él, sino que hubiesen sido dados en mano por una musa o algún otro ser igual de fantástico. Cuando ya se iba, me dijo: “Si aún lo ves, dale saludos a Augusto.” Y fue entonces cuando me di cuenta de que aquel tipo, con todo su amor hacia aquellos poemas y todas sus esperanzas de ganar el certamen, no era ni más ni menos que Arturo Canoura. Tuve que cerrar la puerta para evitar que mi carcajada se oyera en todo el edificio.
2009-09-22 12:33 | 1 Comentarios
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