LAS AVENTURAS DE CARBONELL 14: EL RADAR
¡Las cosas que te pasan, Pablo! Te han dado un puesto estupendo, eres la envidia del cuartel, pero te pasas los días acojonaito. Y todo por culpa de los cubanos. ¿Qué tienen que ver los cubanos con mi amigo Pablo, que está destinado en una base en mitad de la sierra de Sevilla? Pues mucho, muchísimo, y si quieren convencerse no tienen más que seguir leyendo. Hasta hacía dos meses, el radar de la base lo había manejado Luis Mejía, un máquina con los ordenadores, lo mismo te grababa una película que te tuneaba el ordenador del despacho para poder ver las pelis porno de pago. Pero Mejía se casó, vaya por Dios, y se fue de vacaciones a Cuba. Y a esto que se descuidó, la novia, ahora su esposa, le puso los cuernos con un mulato sabrosón. Mejía se cogió una depresión que ríete tú la del 29, y desde entonces andaba de baja. “Carbonell,” le dijo el otro día Gabo, el único amigo que sabía leer sin sudar del esfuerzo que Pablo tenía en la base, “el comandante quiere a alguien que sepa de informática, y yo le he dicho que iba a hablar contigo.” “¿Pero qué se yo de informática?” “Te descargas cosas, te grabas cds y haces montajes de fotos… ¡eso es más de lo que sabemos hacer la mitad de los oficiales!” Y ahí fue Pablo, un poco acojonado, no fuesen a ponerle a arreglar algo que le viniese grande. Pero no, que va, no tenía que arreglar nada, simplemente sustituir a Mejía una temporada, hasta que desde el JEMA mandasen a alguien. “Es muy simple, lo que pasa que está todo informatizado, y los que ya tienen unos años no se enteran de estas cosas, y los más jóvenes que llegan tampoco tienen ni idea, porque son más brutos que un cardo borriquero.” Mientras paseaban tranquilamente hacia el radar, el comandante le fue explicando a Pablo algunas cosas básicas, en resumidas cuentas: “Si aparece algo en el radar que no esté previsto llamas cagando leches a la base de Sevilla, y luego a mí.” “Parece complicado y además tiene mucha responsabilidad.” “Bueno, no te preocupes. Mejía dice que te lo va a explicar todo, que se va a venir un par de días para que lo entiendas. Y luego, como esto se pone a pitar a la mínima que pase algo, tú te pasas el día leyendo o viendo la tele o haciendo lo que te de la gana ahí dentro.” Convencido y feliz de poder librarse durante un tiempo de la rutina del cuartel, Pablo aceptó. Convencido de que tenía mucha suerte, llegó al búnker de control, justo bajo el radar, donde estaban colocados todos los aparatos informáticos que uno pueda imaginarse. Solo la pantalla medía un metro de alto por casi tres de ancho, y era capaz de mostrar la actividad aérea del sur de España e Italia, además de buena parte del norte de África. Más que para evitar una invasión, el equipo estaba destinado a controlar el narcotráfico. Durante unos segundos Pablo se sintió dentro de una película de ciencia-ficción, pero al momento le dio el canguelo, pues había como un zumbido eterno que rodeaba la habitación. “Mi comandante, ¿esto no dará cáncer o algo de eso?” El comandante le miró con esa mirada con la que un padre sobreprotector mira a un hijo miedica: “¿Pero cómo va a dar cáncer, Carbonell?” “Es que yo he leído que las antenas de radar dan mucha radiación, mi comandante.” “Ah, eso… bueno, sí, a lo mejor es verdad… ¡Pero no te preocupes! El techo y las paredes está recubierto de no se qué pamplina que evita que pase la radiación, y además la puerta es de plomo, vamos, que cuando se cierra aquí no pasa nada, ni microondas, ni radiación, ni señales de radio…¡nada!” Pablo se sintió tranquilo, hasta que de pronto empezó a escuchar música. “Perdona, es mi móvil…” dijo el comandante. Y sacándolo se puso a hablar con toda la naturalidad del mundo, y sin un solo problema de cobertura. Dos semanas después, la puerta de plomo se fastidió, y tuvieron que dejarla siempre abierta. Mi amigo Pablo, desde entonces, como les decía, anda acojonado perdido.
2009-04-02 11:26 | 1 Comentarios
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