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EL PERRO DEL HORTELANO
Hay que reconocer que el chaval era simpático, tenía una estupenda conversación y encima contaba unos chistes geniales… ¡pero tenía nulo sex-appeal!
Un fin de semana que salimos, debía de ser a principios de curso, Augusto insistió en que fuéramos a conocer a su amor platónico, la que sería madre de sus hijos, la mujer de su vida… al menos la de ese mes, porque claro, nuestro pobre amigo se enamoraba de una chica nueva un mes sí y otro también. Y como éramos unos cabroncetes, se lo recordábamos cada dos por tres: “¡Augusto, picha, que cada vez que te enamoras te pasa algo!” y empezábamos a enumerarle su desastroso currículum: “O se ríe de tus poemas, o se cree que son una letra de Carnaval, o acaba leyéndolos emocionadísima junto a su novio.” Nuestro compañero se tomaba las burlas con buen humor, tal vez porque esta vez estaba convencido de que el amor triunfaría. A fin de cuentas, esto no era un amor fugaz y espontáneo, nada de eso, sino algo más serio y cimentado: la niña de la que estaba locamente perdido era una compañera de clases particulares con la que charlaba mucho, iba a tomar café, quedaba algunas veces para estudiar y… ¡La ostia! ¡Habían ido al cine juntos y todo!
Natalia, que así se llamaba la Dulcinea de nuestro poeta particular, era una chica bastante interesante. Y no lo digo en el plano físico, aunque era un rato guapa, sino en su forma de ser. La chavala era bastante empollona, sí, pero también una adicta al cine y a las novelas de guerra (¡eso era lo nunca visto en nuestra pandilla!), y como tenía un primo que trabajaba en la base americana de Rota, incluso se veía las pelis con varios meses de antelación y en versión original, eso cuando las películas no eran estrenos mundiales, claro, como que el emule no existía. Todos hablamos con Natalia aquella noche, y con sus amigas, aunque éstas eran bastante sositas y nos miraban con cara de disgusto (no sé si por aquello de mirar fijamente sus escotes). Augusto estaba encantado, podía oír en su mente las campanas de boda, y no paraba de decirnos a todos, cuando ella no prestaba atención, lo maravillosa que era. Sin embargo, pronto se hizo evidente de que aquella hermosa cinéfila no tenía mucho interés en Augusto, al menos no tal y como él habría deseado. De hecho, sus miradas, su conversación y sus bromas rápidamente se centraron en el Cubano. En una de estas que fuimos a orinar, el Cubano me interrogó con cierto temor en la voz: “¿Crees que debería intentar algo con ella?” “¡Hombre, pero si la tienes a huevo! Yo no sé a qué esperas para perderte unos minutos con ella.” “Anda, como si yo no quisiera… ¿pero qué hacemos con Augusto?” “De este me encargo yo” le aseguré. Puedo asegurar que, de haber tenido alguna oportunidad, nunca habría intentado quitar de en medio a Augusto. Pero seamos sinceros, él ligaba tan poco como yo (con la diferencia que yo no me solía fijar en ninguna chica, y él en casi todas), y las posibilidades de que Natalia acabase entre sus brazos eran prácticamente nulas. Por lo tanto, me acerqué a nuestro querido poeta e intenté alejarle con la excusa de que teníamos que comprar hielo. No obstante, oliéndose algo, se zafó de mí y de mi requerimiento, y se pegó al Cubano como si en ello le fuese la vida. Comenzó en ese momento un duelo absurdo entre ambos. El Cubano, a la primera que podía intentaba alejarse con aquella chica que tanto caso le hacía; Augusto, como si fuera una sombra, no le dejaba ni medio metro de espacio.
Al final de la noche, cuando Natalia se marchó, pidió con falsa inocencia que alguno de nosotros la acompañara. Como miraba directamente a nuestro amigo el Cubano, todos dijimos que no podíamos, que teníamos sueño, que llegábamos tarde… todos menos el Cubano y Augusto. Así, los tres con cara de disgusto (¡aunque por distintas razones!) llegaron a casa de ella, se dieron dos besos de buenas noches, y ella se fue escaleras arriba.
A la mañana siguiente, el Cubano me llamó: “Ayer nada, como un sabueso el muy cabrón.” “¡Haberle dicho algo!” le reprendí. “¿Pero qué le voy a decir? ¡Si el pobre no se come nunca nada!” “Ya, pero es que era el perro del hortelano, que jode pero no te deja joder.” “Jose, pues lo peor de todo es que he soñado con ella.” “¿Y eso qué tiene de malo?” “¡Que seguía apareciendo Augusto!”
Nuestro perro del hortelano particular no volvió a presentarnos a ninguna de sus amadas hasta bien entrado el curso. Por supuesto, eso no ayudó a que ligara más.
2008-09-29 00:09 | 9 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/59716
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