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EL SOÑADOR

Durante veinte largos años, no había hecho cosa alguna más que soñar. Primero, con los cuentos del abuelo, refritos de los Grimm, de Anderson y películas de Disney; luego, cuando el alzheimer se llevó la memoria y los cuentos del abuelo, con aquellas trilogías de cientos, miles de páginas, que se bebía en tres, cuatro, cinco días.

 

Durante muchos años, las mañanas las pasaba soñando con hechiceros, guerreros y monstruos, escondido al fondo de la clase, rehuyendo la mirada del profesor y temiendo la burla de tal o cual compañero. Algunas veces el sueño se quebraba a la hora del recreo, y la ilusión se rompía en mil pedazos a base de cates o puñetazos, algunas veces incluso patadas; no importaba, los sueños podían recomponerse con la misma facilidad que un esparadrapo recomponía sus tullidas gafas de pasta.

A la hora de la merienda sus sueños, por maltrechos que hubiesen estado, volvían a ganar fuerza. Sus ojos se alejaban de los logaritmos que inútilmente esperaban ser resueltos, y se imaginaba Peter Parker, pardillo del instituto para todos, pero superhéroe poderoso en la intimidad. Cerraba aquellos ojos miopes, ilusos, y salvaba con sus rayos ópticos a la guapa de la clase, y ella le pedía perdón por haberse reído de él, por no haberle hecho caso hasta ahora. Pero la vida de un superhéroe era dura, peligrosa, y no podía permitirse tener una novia. Ella lloraba y suplicaba, sin importarle el riesgo que suponía ser secuestrada por un maligno supervillano… Y justo en ese momento, la madre le llamaba para cenar, la fantasía se desvanecía y los logaritmos reaparecían.

Ya en la cama, con una ridícula luz rescatándole de la oscuridad, sus quijotescas ensoñaciones volvían a la carga. Poco le importaba tener que madrugar al día siguiente, la paliza del recreo y la colleja del cambio de clase parecían ser un futuro remoto e improbable. Y ya no era una persona, sino un vampiro adolescente, su débil cuerpecillo podía defenderse (¡atacar!) con la fuerza de diez hombres y su mirada podía seducir a cualquier mujer. Luchaba en interminables guerras vampíricas, buscando el secreto de su origen, alimentándose de los matones que hasta el día antes se habían ensañado con él. Finalmente se quedaba dormido y, al despertar, todo volvía a comenzar.

 

Terminó el instituto, se marchó a otra ciudad a estudiar no se qué carrera, y aquellas fantasías no desaparecieron. Las horas libres las llenaba con más trilogías, la hora de la comida con viñetas y bocadillos, los fines de semana que no volvía a casa con maratonianas partidas de rol.

Algunas cosas cambiaron. Ya no le daban palizas, y las gafas de pasta fueron sustituidas por unas monturas modernas, ligeras, que ya no le daban aire de Steve Urkel.

Otras cosas siguieron igual. Estaba canijo y las chicas no se le acercaban. O tal vez no fuera por su físico, tal vez fuera por aquella timidez que le hacía permanecer siempre aparte, siempre enterrado en sus fantasías.

También hubo algunas novedades. Su segundo año en la carrera se mudó a un piso, no muy grande, no muy céntrico, pero entero para él (salvo cuando venían sus amigos y pasaban las tardes tirando dados y matando quimeras). También fue a fiestas, aunque no le gustaban demasiado, y descubrió tanto el calimocho como la cerveza alemana, que sí le gustaron bastante.

 

Aquella monótona rutina concluyó un sábado (¿o era un domingo?), cuando despertó en mitad de la noche, un regusto extraño en la boca, dolor por todo el cuerpo. No recordaba nada de la fiesta, ni siquiera sabía cómo había llegado a su casa. Demasiado calimocho.

Se giró y de repente comprendió que todo había cambiado. A su vera había una chica, desnuda de cuerpo entero salvo por la pierna que tapaban las sábanas. Su rostro era hermoso, su piel pálida como la de una muerta, posiblemente porque la chavala estaba muerta. Su garganta estaba desgarrada, aunque de la herida no manaba ni una sola gota de sangre. Las sábanas (el sudario) estaban secas, limpias.

La ola de terror que comenzó a cernirse sobre él desapareció en el preciso momento en que comprendió que aquel extraño regusto que notaba en su garganta era el de la sangre. Durante veinte largos años, no había hecho cosa alguna más que soñar. Ya no volvería a hacerlo.

2008-05-19 10:50 | 2 Comentarios


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Comentarios

1
De: Juanlu Fecha: 2008-05-19 16:26

Ah! Honor al nombre del blog, volvemos a los vampiros, que juego que dan, que romántico (en el sentido artístico, no cursilero)



2
De: Rita Bennett Fecha: 2008-05-19 16:33

Muy guay la historia, pero mira que es cenizo el tío, que para una vez en su vida que pilla, va y se la carga.





  

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