Inicio > Historias > LAS AVENTURAS DE CARBONELL 3: FOTOS COMPROMETIDAS | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
LAS AVENTURAS DE CARBONELL 3: FOTOS COMPROMETIDAS![]() Lo que pasa, o eso al menos me contó Pablo, es que el garrafón es muy malo. Tan malo que de repente te vuelve la conciencia y no sabes ni dónde estás ni cómo has llegado allí. Y justamente eso le pasaba a Pablo, que se había recuperado la consciencia sin saber si era de día o de noche, si estaba en su cama de Cádiz, en el cuartel en León o tirado en mitad del campo. De repente abrió los ojos, y tras verlo todo un poco vidrioso y sentir unos escalofríos muy agradables a la altura de la pelvis, enfocó sus ojos en una mulata de esas que quitan el hipo y el sentido, que estaba botando en pelota picada sobre él, como si en ello le fuera la vida, o tal vez el sueldo. “Muy biennn papito, así… ¡así!” repetía la muchacha. Y Pablo comprendió en aquel momento que todo aquello era culpa, sin lugar a dudas, del Calvo, del Chou, del sargento Picasso y de todas sus castas. Aviso a navegantes: el Calvo y el Chou eran dos elementos de primera. Unas semanas atrás habían compartido celda con Carbonell por el asunto aquel de reírse del instructor. No es que hubieran compartido celda exactamente; cada uno tenía su propio habitáculo donde aburrirse hasta la extenuación, pero como estaban lo que se dice pegados los unos a los otros, se dedicaron a contarse sus vidas. ¡Y menudas vidas! El Calvo había nacido veintipocos años atrás en un pueblo de la España profunda, uno de esos villorrios que ríase usted de los catetos de pueblo estadounidense, donde se cogían sólo dos canales de televisión: la primera cadena, y la primera cadena con agüilla. A los 14 años el padre le dijo que de estudiar ni mijita, que él a ayudar en las faenas del campo, que si se creía que le habían parido para pasarse los días mirando libros. Yo no sé, lo mismo el pobre chaval se quedó calvo de los cosquis que le daba el padre, o de las tardes de calor que pasaba allí, en los campos extremeños, pero la cosa es que un buen día llegó una caravana del ejército, de esas que se ponen a regalar publicidad y te dicen que sí, que los militares son como una ONG, sólo que llevan armas de fuego y pacifican países llenos de riquezas naturales. Vamos, que de ONG nada, pero que le daban un arma, un uniforme y un sueldo. Así que el calvo se alistó y ahí estaba, loquito esperando que le dejasen ya utilizar una ametralladora o un lanzagranadas o lo que sea que usaran los militares españoles. El Chou también era de la España profunda, sólo que su pueblo era un poquito menos profundo. El chaval había empezado a estudiar una carrera y todo, pero descubrió que a él más que los libros, lo que le gustaban eran las pilinguis y el vino. Lo de Chou era un mote que le ponían allá donde fuera. Cuando bebía organizaba tal jaleo que todo el mundo le decía que era un show verle, y de ahí a decir a castellanizarle el mote como el Chou sólo había un paso. Y el sargento Picasso era un instructor, un hijo de puta de esos que todavía no había superado la derrota de los tercios de Flandes, ni la pérdida de Cuba, ni la muerte de David el gnomo. Parecía que se llevaba comisión por mandar a la gente al calabozo, o a limpiar letrinas, o a pelar cebollas. Aunque lo de las cebollas daba gustito y todo, porque en la base había pocos militares, y habían contratado a unas cocineras vascas muy monas y apañadas para encargarse del papeo, y les trataban de puta madre cada vez que aparecían castigados, y con suerte las magreaban un poquito y todo sin que se diesen demasiada cuenta. Yo de buena gana os describiría un poco más a los personajes en cuestión, pero claro, tampoco es plan de que el pobre Pablo Carbonell acabe la faena con la mulata sin que nos hayamos enterado de qué diantres ha pasado aquí. Los viernes la mayoría de los reclutas se encontraban de permiso, salvo aquellos que tenían que hacer guardias o eran arrestados por las arbitrariedades de Picasso. Todos le tenían especial manía al sargento, pero el Calvo y el Chou le tenían un odio casi irracional, como si enfocasen en él todas las frustraciones y cabreos de sus vidas. Habían jurado que se vengarían, aunque tuviesen que tragar calabozo durante todo el tiempo que les quedaba de instrucción. Cuando Picasso pidió algún voluntario para que le llevase unas fotos a revelar, el Calvo y el Chou se presentaron más que dispuestos a acercarse a la tienda más cercana. La mayoría, Pablo incluido, creyeron que todo aquello que aquellos dos prendas finalmente habían aprendido que con los superiores no se podía jugar, ¡pero qué va! “Mira, Carbonell, a Picasso no le podemos joder directamente. Yo le metía dos pedradas bien dadas, una en el sieso y otra en la sien, pero eso es una burrada.” Tenía gracia que aquellas palabras vinieran del Calvo. “Así que vamos a comprar un carrete nuevo de fotos, y vamos a sacarnos fotos del rabo, del culo, de la pota de algún borracho…” explicó el Chou “Le vamos a hacer a Picasso un álbum de fotos que no olvidará en su vida.” Aquella noche, ya os podéis imaginar, garrafón del barato. El Chou inauguró allí la famosa foto de caminar con los pantalones y los calzoncillos bajados, el Calvo hizo un idem a la cámara, Pablo puso la tan ansiada pota, que fue fotografiada desde todos los ángulos posibles. Finalmente, cuando nuestro pobre Carbonell ya no sabía diferenciar un teleobjetivo del fondo de un baso, se montaron en un taxi y fueron a un bar muy simpático que se llamaba “Torito bravo”. Entre los turbios recuerdos que Pablo tenía estaban los de unos señores muy enchaquetados, todos con el pin de una cofradía, y una tuna vestidos de azul y negro, que parecían los pitúfos en versión gótica y desfasada. Y finalmente enlazamos con el principio. Pablo tenía encima a una mulatita sabrosona que a saber de dónde había salido, llevaba un pin de la cofradía puesto, y sobre la cama pudo ver que había tirado un CD con una selección musical de los mejores temas de la muy faltosa y borracha tuna de Filosofía y Letras de vaya usted a saber dónde. “Vamos, papito, que ya estamos.” repetía la muchacha. Pero el pobre iba tan borracho que ni sentía ni padecía. Pero como el momento le pareció curioso, posiblemente irrepetible, hizo lo único que creyó oportuno. Sacó la cámara de Picasso y, con la penúltima foto, le sacó un estupendo primer plano a la mulata. Por suerte, Picasso nunca les mencionó las fotos. No obstante, el Chou todavía piensa que deberían haberle pedido una copia de aquella estupenda muchacha. 2007-07-26 00:51 | 8 Comentarios Referencias (TrackBacks)URL de trackback de esta historia http://gadesnoctem.blogalia.com//trackbacks/51138
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