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LAS AVENTURAS DE CARBONELL 1

Mi amigo Pablo Carbonell nunca había sido “torero muerto”, ni actor de cine, ni siquiera se parecía al Pablo Carbonell que sí lo había sido. Sin embargo, debido a la pura casualidad, ambos eran tocayos y gaditanos, por lo que la gente tendía a creer que eran primos cercanos. Y como en esta sociedad los famosos son cuasi divinos, mi amigo era considerado por groupies y trepas varios un escalón hacia el Olimpo de los dioses. Dicho de otra manera: no veáis cómo ligaba el muy cabrón con sólo enseñar su DNI.

Cuando nos conocimos en el Instituto, es decir, en el Colegio, lucía una larga melena castaña, vestía camisetas surferas (que entonces eran lo más) y llevaba unos gigantescos auriculares en los que siempre sonaban Nirvana. Las niñas de la clase se volvían locas por sus ojos, de un color verde increíblemente intenso, y que solía esconder inexplicablemente tras unas horrendas gafas de sol.

Aunque Pablo nunca tuvo muy claro lo que quería hacer con su vida, Dionisio Carbonell, padre de mi amigo, no dejaba de repetirle que la gente “normal” debía estudiar una carrera. Lo cierto es que, por aquel entonces, todo el mundo estudiaba una carrera, aunque luego no se presentase ni los exámenes; existía la idea de que sin un título universitario no eras nadie. Menos mal que la cosa se ha democratizado un poco y, hoy día, directamente no eres nadie, salvo que te acuestes con un/a famoso/a, claro está.

El señor Carbonell era uno de esos padres severos que no terminaban de adaptarse a aquello de la libertad de partidos y prensa. Por alguna razón, no me pregunten cual, aquel hombre me había tomado por un ejemplo de conducta y moral, y no dejaba de insistirle a Pablo que siguiese mi camino:

“Tú córtate el pelo, como Joaquín, y déjate de camisetas coloridas, que el día menos pensado te haces maricón.”

Una vez le intenté explicar que la homosexualidad no es como ser socio del Cádiz, que uno no se “hace”, ni se da de alta en ninguna parte. Sin embargo, él me miró con ternura y me replicó:

“Todavía eres muy inocente para entender porqué los maricas son unos degenerados.” No hace falta decir que espero seguir siendo así de inocente muchos años más.

Al final, como siempre, a Pablo no le quedó más remedio que ceder y meterse en Filología Inglesa, en mi misma facultad. En la teoría estábamos a dos clases de distancia, pero en la práctica Pablo estaba perpetuamente instalado en la cafetería, bebiendo una ponzoña negra e hirviente que la dueña del local había llamado café. Y pasó lo que tenía que pasar, obviamente, que llegaron los exámenes y mi pobre amigo no sabía ni decir “Hello, my name is Pablito.”

Tres días después de salir su última nota, tan desastrosa como las anteriores, Pablo llamó a mi casa.

“Tío, mi padre no se ha tomado muy bien las notas.”

Era normal, pero a los amigos hay que apoyarles, así que le dije que no se preocupara. A fin de cuentas, ¿qué es lo peor que le podía pasar?

“Mi padre quiere que me aliste en el ejército.”

Unos días después, tras tener a toda la familia presionándole día y noche, Pablo Carbonell perdió su melena, guardó sus camisas de colores y silenció sus cascos de Nirvana. No volvimos a verle en todo el verano. Y a su vuelta... bueno, su vuelta ya es otra historia.

2007-07-12 13:38 | 26 Comentarios